XXXVIII

El hecho de que exista la actividad de ir a sitios donde nadie quiere entrar, ni mucho menos vivir, es, en principio, una buena noticia, una experiencia prometedora. Si tenemos en cuenta la situación económica actual, la precariedad generalizada, las bolsas crecientes de pobreza, y, sobre todo, que hay personas que viven ahí, en un lugar en ruinas, y así, y que darían su vida por estar en otra parte, en cualquier parte menos ahí, la valoración cambia de signo. La exploración de un lugar abandonado no puede darse desde la actitud de un sujeto que se cree por encima, mira con aires de superioridad el espacio que recorre, actitud distante del que MIRA sin VIVIR; en el fondo, cree que a él nunca le pasará algo así, que no será abandonado, que no vivirá (en) el abandono. No soy como tú es la firme seguridad que le acompaña, tanto si se refiere a otra persona como al lugar. Es la posición del que se cree a salvo y sólo mira por sus intereses, considera la piedad una debilidad. El abandono pide algo, exige una experiencia sin barreras sociales, que se viva esta inhabitabilidad, vida imposible e insalubre, a fondo y se guarde, como un preciado tesoro, al volver al mundo habitable; de lo contrario, la exploración se convierte en un acto frívolo, obsceno, más en tiempos de carestía, en un espectáculo de la pobreza y la miseria para los que (todavía) no son míseros ni pobres, ni quieren serlo. Hablar de lugares abandonados según para quién y según qué país resultaría una burla, cuanto todo está ahí, incluidas las personas, abandonadas por completo, libradas a la supervivencia y la muerte. La belleza de la decadencia sólo existe para aquellos que llevan una vida confortable. El lugar abandonado es un LUJO del primer mundo, un exotismo al lado de casa, bajo control. Todo esto se ha de expiar de algún modo, necesita una expiación, un mínimo tributo a pagar son las magulladuras, arañazos, cortes, baños de polvo y telarañas que la entrada y la exploración de un lugar abandonado ocasiona. Algo del visitante queda en el lugar y algo del espacio se une al extraño. En cierto modo, quedan a la misma altura, al mismo nivel, cara a cara, ser desvalido al lado de un espacio sufriente, marcas del tiempo en el sujeto y el objeto. Un cuerpo con memoria dentro de una espacio con memoria. Cicatriz subjetiva y objetiva. Son lo mismo. Ruina humana, herida por el tiempo, que se desplaza por las ruinas, como un harapo en movimiento. El cuerpo es la ofrenda en un espacio entregado al sacrificio; la sangre es la moneda de curso, el precio a pagar. El resto no vale la pena.  Mera diversión que obvia mirar aquello que le molesta, el abandono como un objeto de consumo que se olvida nada más salir. A los niños les gusta ensuciarse, chapotear en los charcos, revolcarse en la tierra, como forma de comunión con el mundo, de intercambio material. Son lo mismo. Igual de reales. La limpieza puede ser un síntoma de enfermedad; la mirada de desprecio, el desdén contenido, es una falta imperdonable en el reino de la pobreza. ► In memoriam M., el guardián de los gatos, que llegó realmente AL FINAL.