XLVIII

El día no empieza muy bien. Sale de casa por la mañana para dirigirse a las alturas; no será fácil. La caída es la condición necesaria del ascenso, la elevación empieza desde abajo. Un infierno tras otro forma la antesala del cielo. Mira a su alrededor como de costumbre. En un camino polvoriento transitado, que justo pasa por delante, observa un amasijo de mantas y plásticos, una especie de vertedero a escala reducida plantado en medio. Obstaculiza el paso de personas y coches. Movido por la curiosidad, como si fuera a contemplar el extraño cadáver de un monstruo, camina hacia el montón de desechos. A mitad del trayecto, se detiene. El monstruo está vivo; hay algo debajo de las mantas. Tiene brazos y piernas. Se agita mientras el viento mueve los plásticos. Tiene ojos. Lo mira. Esta noche algunos han dormido al raso. La miseria a las puertas de casa. Retrocede en dirección contraria para ir a tirar la basura. Dentro del contenedor, encima de las bolsas, una cría atigrada naranja de gato muerta. Un juez implacable dictaminó que no debía vivir más. Las vidas no valen todas lo mismo. Es la voz del verdugo. Sin duda costará levantar el día. También la muerte a las puertas de casa. Pasa por donde siempre. Alguien ha reducido a escombros un estanque que llevaba décadas en el lugar. El croar de las ranas molesta. No hay forma de hacerlas callar. No obedecen. Toma al fin el camino para ir a la cumbre de la montaña. Quiere estar solo. Elige subir por el barranco, un pedregal resbaladizo con escasa vegetación. Le gusta el contacto de las piedras. Las rocas miran con piedad y conmiseración el frágil cuerpo que se aferra a ellas. Somos inmortales, la imagen de la inmortalidad; él es sólo un mortal más, un ser vulnerable, perecedero. A pesar de su superioridad, tiemblan, se estremecen a su paso; saben por experiencia propia, a través de una sabiduría de milenios, que los seres débiles son los más peligrosos, los más desesperados. Capaces de inventar la dinamita que vuela en pedazos el mineral más duro. La roca está fría, el sol todavía no ha acelerado sus moléculas. Entre las rocas se agarra a un manojo de hierba; la calidez atraviesa su piel, contrasta con la frialdad de las piedras circundantes. El mundo es DIFERENCIA. El calor, la conservación de la temperatura, marca la diferencia entre la materia orgánica y la inorgánica, entre lo vivo y lo muerto. El bosque llega después. Lo que queda del bosque. Cuando sube por el sendero de pronunciada pendiente, agarrándose a troncos y matorrales, es como si fuera un general que pasa revista a unas tropas exhaustas, rodeadas por el enemigo, e intentara infundirles ánimo, algo de esperanza ante una situación desesperada. ¡Resistid! ¡Resistid! Llega por fin arriba. Justo a tiempo para contemplar lo que parece ser la escena culminante de toda una civilización, el mayor logro de una especie entera, la apoteosis del sentido. Un grupo de personas vestidas de colores chillones, con cámaras en la cabeza, se dan la mano y saltan al vacío. Un buen final si realmente fuera el fin. Es sólo un simulacro de caída. No saben hacer nada mejor. La roca prominente desde la que realizan el salto tiembla esta vez de risa. El resto de la semana están sentados en una oficina delante del ordenador. Un día tras otro. No saltan por la ventana porque no es un simulacro. El sol empieza a decaer. El ocaso señala el momento del descenso. Toma un camino diferente. Atraviesa una explanada llena de retamas de olor o ginestas. El perfume dulzón le envuelve. Sol rojo para flores amarillas. La situación se ha invertido, cambia de signo. Es un invitado recibido con ofrendas. Las plantas a centenares forman un arco de triunfo. Las oye con claridad a su paso. ¡Resiste! ¡Resiste! Lo mejor está por llegar. El paraíso está al final de la caída, una lenta desaceleración antes del momento del impacto. En medio de la nada, aparece de repente. El espejismo en el desierto. Varias casas en ruinas en la cima de una colina. Nadie. Por una característica perversión de este siglo, es un lugar más solitario que la mayoría de lugares abandonados, cúspides de cordilleras famosas o islas exóticas. No es un lugar turístico. Es un lugar real. Un verdadero oasis de vida. Pasa al lado de una especie de corral. Quizá es utilizado por algún pastor de la zona. Un barril de plástico azul tumbado encima de cascotes. Una gata tricolor le mira confiada desde su interior. Sale a saludarlo. Es la reina de las ruinas, la guardiana del oasis. No es una mascota ni un cliché edulcorado de gato. Es una superviviente, tiene la belleza de lo no domesticado. Sólo lo libre es bello. No hay belleza en los esclavos. Es cada vez más difícil encontrar personas libres; la gata es una pulsación de vida en estado puro, tiene más ganas de vivir que la humanidad entera. La alternativa latente de los hombres oscila entre la aniquilación o una lenta agonía, un aturdimiento nervioso organizado, escarabajo blando, color carne, que, tumbado boca arriba, agita las patas inútilmente. Acabar llevará su tiempo. En el interior de una de las casas, el suelo de la segunda planta se ha derrumbado justo por la mitad. El pasillo entre las habitaciones se ha convertido en un agujero sin fondo. Para cruzar este Rubicón particular, un tablón hace las veces de puente levadizo. El castillo de la pobreza guarda como tesoro un lecho miserable al otro lado del foso. Algo de ropa. Vida suspendida en el vacío; sueños al borde del abismo. Volverá. La gata mira. Los colores como parches forman el mapa del azar y la vida. Un enigma a descifrar. La geografía de lo desconocido. Naranja, negro, blanco. Volveremos a vernos. Se aleja mientras la gata le sigue con la mirada. La caída después de todo ha resultado luminosa, resplandores color fuego entre la oscuridad y la luz. La libertad es la única felicidad posible. Es el foso en llamas que hay que cruzar una y otra vez, sorteando el abismo, para reavivar la vida extinta que llevamos dentro. El calor lo es todo.

Caput succedaneum LXVI