XLX

La exactitud de este mundo puede llegar a ser abrumadora, la determinación sin fisuras de lo insignificante, incólume y fiel a sí misma, el reinado de lo concreto, sobrepasa muchas veces la capacidad de comprensión y percepción; tanto más concreta en cuanto que no hay palabra adecuada para dar cuenta de ella ni palabras que perturben su silencio. La sabiduría es callar para ser; hablar demasiado es un signo de abstracción nefasto. Cada vez que pasa por el grupo de árboles, a determinada hora, en una estación concreta, bajo ciertas condiciones, intensidad del viento, humedad ambiental, hay una rama, UNA sola rama, enmarañada en otra, cautiva, que cruje al restañar su madera con las otras, desgarro superficial. El crujido es inconfundible, único y distintivo, lamento del mundo que se ofrece desde las alturas, entre el verde de las hojas, dávida para quien sepa apreciarla. La atenta espera de la garza real sobre la roca, manchada de excrementos; la velocidad y la precisión con la que captura el pez bajo el agua, pertenecen al mismo orden de fenómenos. El reinado de lo exacto y preciso reclama sus derechos. Es lo natural. No podemos afirmar con rotundidad el derecho de la garza a cazar su presa, o del pez a escapar de ella al detectar su sombra en el agua, ni falta que hace; pero difícilmente podríamos negarle ese derecho. No está tan claro en el caso del pescador a ratos muertos. Alguien que necesita que allanen kilómetros de bosque de ribera y cañaveral para crear una franja de tierra desnuda al lado de la orilla; que instala bancos de cemento y numera las posiciones; que el único esfuerzo apreciable que realiza es el trayecto en coche de su casa a su lugar de pesca acostumbrado, rodeado, para no sentirse extraño, de cachivaches y utensilios que le recuerdan de dónde viene, como si tuviera miedo de olvidar quién es; actor involuntario de una opereta de bajo coste, envuelto en música que baña toda la escena, burbuja protectora invisible, cortina de palabras y melodías para no ver ni escuchar lo que le rodea; este hombre, ajeno a sí mismo y al entorno, quizá no tiene derecho a pescar nada ni a cobrarse una vida. No de este modo. Con tanta facilidad, sin elegancia, exactitud ni armonía con el medio. Debería estar en casa. Está en el lugar equivocado. No debe interferir en un mundo que ni aprecia ni conoce, al que intenta transformar en lo que no es, en una burda copia del escenario de su vida cotidiana. No está donde siempre, frente a la pantalla; está afuera, al lado del río, lejos del hogar. Mucho más lejos, en un lugar del que es imposible volver, a una distancia inconmensurable, en otro mundo, pero cerca en la realidad presente, un conejo muerto al lado de la cuneta. La muerte ha sido limpia, seguramente por atropello; parece haber muerto al instante, desnucado. La propia fuerza del impacto lo ha arrojado al borde del camino. No es tarea fácil determinar si ha vivido lo suficiente, si esta era su hora, si lo mejor era morir así y aquí, si este era el momento exacto de su partida, de su final de partida. Quizá morir de viejo no es la mejor opción; la muerte no debería evitarse a cualquier precio porque las consecuencias pueden ser mucho peores. A fuerza de retrasar lo inevitable, de ocultar la muerte, la muerte acaba invadiéndolo todo, se confunde con la vida, se anulan mutuamente. No sólo vivimos en una cultura muerta sino que disfrutamos de una cultura de la muerte con efectos devastadores visibles en muchos lugares del mundo e invisibles en el alma de las hasta ahora prósperas civilizaciones. A resultas de ocultarla, todos desean en secreto morir, al menos ver morir a otros, aunque sea en una ficción. Si es posible de forma horrible. La negación de la muerte, dado que todos morimos, es una forma de autoexclusión, autodestrucción anticipada. Yo, que muero como todos, declaro no ser el que muere, esto es, deniego de mí mismo. Para todo aquel que morirá, se dicta por anticipado, por la parte que le toca, que ya está muerto, no vale nada, mero despojo, debe apartarse del camino, dejar vía libre. La mortalidad no va con él. Siempre se trata de rendir cuentas: cuando no pueda trabajar, tendrá que pagar de otra manera, obtener un rendimiento de su muerte como tributo a ofrecer, sacrificio en vida para seguir vivo. El negocio debe continuar. Después de pagar para vivir como buenamente se pueda, hay que pagar por morir de mala manera, despojo humano al que todavía se obliga a sonreír, a dar muestras de adhesión y gratitud. Gracias por dejarme morir a este precio, por poner una cifra a mi desaparición. La comunidad no descuida un detalle, es generosa hasta el último momento. Las residencias no son sino mataderos terriblemente limpios, pulcros, llenos de flores, donde por una módica cantidad uno espera, apartado de todos, a ser rematado, con paciencia, sin levantar la voz, obediente hasta el final; las instituciones geriátricas se afanan a la vez por disimular lo inminente y por anular la poca vida que queda ahí dentro. Hay que mancharlo todo con el pecado de la indefinición, las medias verdades, el engaño fácil. Como el pescador ocioso, los moribundos confinados también están en el lugar equivocado, no deberían estar ahí, deberían ya haber cruzado el río, vadear el torrente de la existencia, pasar al otro lado. La imagen del final es fiel a la imagen del principio; la exclusión de la muerte y los moribundos excluye en la misma medida a los vivos. Todos viven la misma mascarada. Es el festival de lo inexacto y lo abstracto. Nadie toca de pies a tierra. El país de los pescadores cercena vidas sin dar cuenta de sí mismos, sin ofrecer la suya como ofrenda. Negándose a morir; rechazando la vida, ni viven ni mueren, nadan entre dos aguas sin ser peces. No sólo se pescan peces. Hay pescadores de almas, como los apóstoles, o de cuerpos desnudos al sol. Sigue el camino sinuoso al lado de un cultivo de árboles frutales. Al girar una curva, a su derecha, bajo la sombra de unos matorrales, ve un hombre sentado mirando al cielo, con los brazos apoyados en la hierba, hacia atrás, un poco inclinado. Una escena idílica congelada en el tiempo: ve que alguien mira hacia arriba y que este con el rabillo del ojo ve a quién le está mirando. Tarda unos instantes en reaccionar, el velo cae; otro hombre está arrodillado entre sus piernas, reverencia un dios que se alza frente su rostro. Lo devora con fruición. También están de pesca. Más que serenidad hay éxtasis en los ojos que apuntan al infinito. Siempre nos habían dicho que había que mirar arriba para ver el cielo. La verdad es que sería mejor mirar más abajo. El cielo está entre las piernas; el sol a ras del suelo, espejea en medio de la hierba. Mira sin detenerse, sobre la marcha, no aminora el paso. Se aleja de los amantes, a punto de sucumbir uno al otro como golpea la fruta madura en el suelo; los gritos de placer aumentan en intensidad, se combina el extraño fenómeno del aumento del volumen con su disminución por el alejamiento de la fuente de sonido. Oye lo que no ve. Cuando se ha alejado lo suficiente, el placer pide discreción, se detiene  en un cruce de caminos delante de un poste indicador. No es de gran utilidad. Las flechas de chapa están torcidas. Las órdenes pueden suscitar aversión, desencadenan acciones airadas. Dadas sus caprichosas posiciones, indican hacia donde no llevan y conducen hacia donde no señalan. Acto de rebeldía en medio de la nada. El mundo al revés. Nunca ha sido tan fácil perderse siguiendo la ruta establecida. La obediencia tiene poco qué hacer en esta situación, es un arma de doble filo. Todas las posibilidades están abiertas. Todas las desviaciones son posibles. El camino exacto no siempre es el más correcto. Es fácil de reconocer. Es fácil perderse en él. No tiene señales. Es siempre una carretera pérdida, un camino de perdición. No hay pieza cobrada ni beneficio aparente. Pecado libre de todo pecado. Es exactamente lo que quieres.

XLIX

El arte del sigilo, estar y caminar en silencio, es cada vez más una actividad residual, condenada a desaparecer, tal como manifiestan, por motivos opuestos, la invención de los juegos de sigilo, una modalidad entre otras de los videojuegos, y el espionaje masivo de las comunicaciones. Los secretos caen al mismo tiempo que surge su parodia digital, simulacro de lo que ya no puede ser; la ponzoña se extiende en todas direcciones, no deja ningún detalle al azar. En el bosque tampoco. La inoculación del veneno es lenta hasta que alcanza un determinado volumen. Camina por una pista forestal al lado del río. Los zarzales y la vegetación de ribera no cejan en su lucha por ocupar el camino; cruzan el espacio abierto, saltan al vacío, enrollados en las cañas inclinadas por el peso. Es la astucia de la naturaleza. El agua también tiene su papel. Desciende por las laderas y deshace el camino como si fuera una mera huella trazada al azar en la arena, obra espúrea. Es una zona de meandros en miniatura; el barro domina el espacio. El reino sagrado de los charcos y las fuentes. No está solo. Escucha el ruido inconfundible de la presencia humana, mezcla de palabras, andar pesado y embotamiento. Van por detrás. Hasta los animales saben que no es nada bueno llevar a nadie a la espalda, en todos los sentidos. Cuando puede sale del camino y deja que pasen. Desfilan delante suyo, nube de neurosis que no puede dejar de hablar de lo que siempre hablan, de lo mismo, incluso cuando salen de las ciudades. No tienen secretos; no quieren tenerlos. Renuncian a ser. Al igual que el trabajo, la deslocalización afecta sobre todo a la mente; da igual dónde estén, no saben dónde están, podrían estar en cualquier parte. Siguen la misma pauta abstracta, apegados a las costumbres, trabajadores incansables, se vuelcan con entusiasmo en representar el mismo guión mal escrito. Sólo cambia el escenario. El escenario ha cambiado a peor. Esta vez ha sido peor. Una vez al año, las máquinas desbrozan los márgenes para que la vegetación no invada el camino. Este año no había bastante con ello, no era suficiente, había que ensañarse más, ensanchar la pista varios metros en algunos puntos, canalizar el agua, eliminar muchas fuentes naturales y secar los charcos. Un trabajo meritorio. Desde alguna instancia, de las muchas que determinan el curso de la vida diaria, se consideró necesario abrir el paso, eliminar obstáculos, facilitar el tránsito de vehículos, bicicletas y caminantes que no saben caminar, apoyados en bastones como recién nacidos en sus andadores, marea humana multicolor que exige un mundo a su medida, adecuado a sus posibilidades. Vivir no es fácil. Las facilidades matan. Una de las mayores vilezas es querer ver cumplidos los deseos al precio que sea. Los sueños son un arma de destrucción. El CHARCO es lo más parecido al origen de la vida que tenemos; la vida en todas sus formas se ha convertido en un enemigo a abatir. Uno de los charcos eliminados era como un oasis en el camino; surgía de pronto, en un recodo, como una aparición, no había manera de verlo hasta que no estabas ya encima. Entonces todo era posible, a la vuelta de ese recodo empezaba un mundo, EL mundo, albergaba una serie interminable de sorpresas, visiones inesperadas; un día podía ser una rana que al vernos saltaba al agua, otro un pájaro a la sombra, pico naranja reluciente en la oscuridad, el zigzagueo de una serpiente bajo la superficie, niños chapoteando, siempre chapotean, incluso unos delicados pies femeninos bajo el agua, hacía calor, la punta de los dedos en contacto con el barro del fondo, la gracia en persona. El ojo saluda antes que la mano. Se felicitaba del encuentro; el saludo no hacía distinciones entre personas y animales. No había motivo para hacerlo. Ahí no. Todos eran iguales. La hospitalidad es algo obligado en los oasis. Sigue adelante. Cada 100 metros encuentra banderolas de plástico atadas a árboles, arbustos y cañas. Rojo sobre fondo blanco, bien visibles: NutriSport. El espónsor de la carrera. Ni tan sólo se han molestado en sacarlas acabado el evento. Esfuerzo inútil. Querían evitar a toda costa que nadie se perdiera. La banderola señala a la vez el camino a seguir, indica que no vamos errados, y añade un elemento de familiaridad, podemos estar tranquilos, que mitiga todo posible elemento de hostilidad del paisaje. La palabra vacía acompaña el viaje del corredor, recuerdo de una humanidad falsificada. Es lo que quieren que sea. Sin olvidar la propaganda. El sentido de la vida es algo que a nadie importa ya, pero quizá deberían preocuparse, empieza a ser preocupante, la pérdida del sentido de la orientación, la anulación de los instintos, del saber sensible, a causa del uso de dispositivos de posicionamiento automáticos. El cálculo digital, triangulado desde un cielo nada inocente, suplanta al cuerpo. Por sí mismos, solos, cada vez menos individuos saben, sabrán dónde están, desorientados hasta el punto de no saber por dónde ir, qué hacer y quiénes son. Están completamente perdidos. Más que nunca. Presas fáciles. La máquina tiene la respuesta, aparenta responder a los que no lo son; apaga la vida porque así ha sido solicitado, incluso mediante súplicas, desconexión del soporte vital. Lo orgánico se adapta a lo inorgánico. Es la ley de obediencia debida. La servidumbre está a los dos lados. El viento se ha llevado una banderola hasta el río, reposa en su superficie como una serpiente enrollada, moribunda, al lado de detritus de todo tipo. Brilla bajo un sol que no merece. Una botella medio hundida, erguida como el faro de una civilización extinta, hace guardia en el cañaveral. La carrera ha terminado. No hay ganador. Los estadios llenos de prisioneros. Al final el deporte no es bueno para nadie, se revela una actividad condenada al fracaso, una huida hacia adelante, canto entusiasta a la muerte. Los corredores yacen bajo el agua. Ahogados con los ojos abiertos. No parpadean. Se deslizan hacia la oscuridad. El año que viene el agua volverá a romper el camino; las zarzas invadirán el terreno e impedirán el paso. Es inevitable. No podrán hacer nada. Lo saben. Han tocado fondo. Por mucho que corran.

Sonus detritum CLXX (a-d)