En un lugar abandonado, el número de partículas en suspensión es muy elevado, el polvo es omnipresente hasta el extremo de que hay casi tanta materia del lugar en el aire, visible bajo cierta inclinación de los rayos de luz, como en estado sólido. El exceso de materia volátil se asocia a una amplia gama de olores que singularizan el espacio, sobre todo en comparación con el olor neutro de los edificios habitados, y la presencia de sabores en el ambiente casi palpables. El explorador, a no ser que utilice una máscara con filtro, en algunos casos recomendable, se traga literalmente el espacio que recorre, absorbe la esencia, respira en todos los sentidos el lugar que explora; a medida que recorre las estancias, entra a formar parte, se integra en la materialidad que le rodea y penetra en su interior. La exploración implica una transformación del cuerpo, una síntesis metódica de la percepción, una sinestesia de los sentidos. De la visión: a modo de distorsión generalizada de la perspectiva, vigas combadas, techos desalineados, remolinos de polvo, escaleras rotas; del gusto: sabores azufrados, salinos, gaseosos; del tacto: materia en descomposición, grietas, texturas ásperas o suavizadas, y del olfato: capas de moho, humedad y óxido. Por último, el oído se suma y culmina la experiencia, la totalidad de los elementos dispersos y heterogéneos, incomparables entre ellos, queda inmersa en el PLANO FIJO e impasible del SILENCIO reinante. Explorar es asistir como espectador fascinado a una sesión única de cine mudo, a la ceremonia que organiza el espacio, participar de una VIDA que recobra el lugar tras el abandono y durante el abandono.