XXXVI

Un cielo de tela, con un desgarrón en el lado izquierdo, donde las estrellas son pequeñas bombillas azules. Una nube de cartón apoyada en el suelo; un plato giradiscos, ladeado, que no dará vueltas nunca más. No hay duda. Está en el teatro, en el reino de la ilusión. El tiempo se ha apoderado de los despojos, de los harapos de la historia. Es el fin de las representaciones. Finis theatri; finis mundi. El telón rojo está abierto, un poco descompensado; alguien ha movido el contrapeso de los decorados. Arriba en el escenario, una rodilla en el suelo y la otra doblada, la mano sobre la rodilla izquierda, imagina que miles de rostros le contemplan desde la platea. Cuando desciende al patio de butacas, cree sentir que las miradas siguen en silencio sus movimientos; oye murmullos, pisadas detrás suyo. Pasea entre las filas de asientos, la mayoría cubiertos, amortajados con sábanas fantasmales. Los rayos de luz crean capas de colores en el espacio sombrío. A su paso se encuentra una pluma, un hueso y un trozo de pan reseco. Recuerda el falso cielo y la nube sin tormenta. No puede evitar pensar que todo lo que ha visto son señales de un cosmos disperso, el reinado de una falta de relación absoluta, que reúne lo heteróclito y lo inusual, modelo de lo que no tiene nada en común; no son indicios de otro mundo, un más allá celestial, sino de una inmanencia radical, de la pobreza y contingencia inagotables de este mundo otro, paraíso de la diferencia. El fin de la representación es el fin del espectáculo; queda la imagen del mundo como escenario pobre en decorados. No hay entradas. ► Caput exitii XXIV, XXIII Y XXII.

XXXV

Los coches de bomberos rodeaban el complejo al lado del parking. La policía acordona la zona. Las columnas de agua remojan los restos humeantes del edificio, ahora sin techo. Había ardido toda la noche. No hace mucho tiempo vio las motas de polvo volar entre las filas de estantes vacíos, numerados para una función ya en desuso; recorrió las taquillas de trabajadores que nunca más dejarían sus ropas colgadas; contempló los montones de documentos y fichas de clientes de la empresa eléctrica. El mapa que adornaba un despacho, con cortes verticales en dos o tres sitios, debía hacer quedado reducido a cenizas. Nada quedaba de todo aquello. La casualidad hizo que asistiera en persona al funeral definitivo del abandono. Quizá era una muestra de deferencia; lo estaba esperando para despedirse. Puestos a desaparecer, mejor hacerlo con un gran festejo, iluminando la noche, en medio de las llamas purificadoras. La pira funeraria era una súplica al cielo. Se quedó mirando en silencio.

XXXIV

Despojar a los muertos de sus ropas y pertenencias siempre se ha considerado un acto miserable, propio de tiempos de guerra o de situaciones de extrema pobreza. No hay que ir tan lejos. La falta de escrúpulos baña los lugares abandonados con una inmoralidad tibia. El jersey rebeca blanco cuelga de una percha delante del armario, a su lado, una camisa a rayas encima de un tablero, exposición impúdica de trofeos de caza, sacados a la fuerza de su lugar, fuera de las miradas, para poder ser retratados a placer. La silla frente a la puerta de colores forma una composición equilibrada, tan correcta, y de manual, como futil e innecesaria. La puesta en escena no tiene reparos a la hora de conseguir sus objetivos. El tocador está casi vacío, limpio de objetos, han desaparecido los potes de crema, la muñeca apoyada en el espejo, los perfumes y la botella de colonia marca "Cocaína"; el único resto de la rapiña a pequeña escala es un muñeco sucio de trapo, que sobresale de una caja de madera, con las palabras "T´estimo". Desde sus respectivos intereses complementarios, los fetichistas y los escenógrafos, en su afán de posesión y control de lo Otro, de mancillar y aplastar la diferencia, manipulan sin ningún pudor las cosas más íntimas de los ausentes o los muertos, nada escapa a su fijación y husmean, hurgan en los desechos como un perro hambriento. Lo grave es que no es por necesidad. Todo ha de ser como quieren que sea, de SU propiedad, y disponer de ello a su antojo, según sus deseos y caprichos. Esta violación de la intimidad rompe la ley no escrita de dejar en paz a los muertos y de no interrumpir el peculiar reposo de las cosas liberadas del hombre. Lo que ha salido del círculo humano porque está abandonado, hay que dejar que siga así, que siga siendo de "nadie", una cosa en estado libre y salvaje, fuera de la cadena humana de lo útil. Como los muertos, no debe volver a reintegrarse ni asimilarse; está perdido, lo Otro debe permanecer como tal, diferente, sin volver a ser lo Mismo. Un abandono es una suerte de sepulcro rebosante de vida. Los profanadores de tumbas, junto con verdugos y matarifes, forman una casta impura desde los albores de los tiempos. 
Ultimate Debris Removal I