El altar y los bancos de la capilla estaban cubiertos de una fina capa de polvo blanco. No era nieve. El techo dorado se mantenía en buenas condiciones. Los pedestales estaban vacíos, uno azul en el centro y dos rojos a los lados. Sin figuras ni iconos; nada santo ni que aludiera a lo divino. Sólo tiempo y color. La vaciedad era la única liturgia. Pensó que así debería ser siempre. Ahora caminaba de noche por la ciudad, entre regueros de rostros anónimos, alumbrados por luces de colores; cada uno se había convertido en su propio dios y había alzado su propio pedestal. La música pretendía ser alegre; en realidad sonaba a funeral. Hasta que los tronos y los pedestales no vuelvan a quedar vacíos, el reino de los cielos no se hará en una tierra resplandeciente. Dios no debería haber existido nunca.