No tenía dinero ni para comprar un cándado. Un alambre retorcido era lo único que servía de protección al refugio insalubre que había encontrado para vivir, una torre húmeda y expuesta a las inclemencias. Más de una vez había notado las cosas cambiadas de sitio, algunas faltaban. Pensó que incluso a los miserables les quitaban lo poco que tenían. La foto no. Así era antes, una persona, hace mucho tiempo. La lleva siempre encima. En ocasiones, detrás de las cortinas contemplaba atónito como grupos de personas paseaban entre las ruinas, creía ver cómo tomaban fotografías. Parecían alegres. Alguna vez lo habían visto y señalaban con el dedo hacia el edificio. Tenía miedo. No entendía qué hacían allí ni qué buscaban. No eran los peores. Como la noche en que apedrearon las ventanas de su mísero hogar. Prefería no recordarlo. Los visitantes tenían la suerte de irse tan rápido como llegaban. Contemplaban el incendio desde lejos, sin quemarse, lejos de las llamas. Nunca vivirían allí. No sabían lo que era vivir así. Aunque pudiera, a él, el miserable, al apestado, al excluido, se le quitaban las ganas de volver a un mundo donde esto era posible. El infierno tarde o temprano nos alcanza a todos.
XXX
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