Un cielo de tela, con un desgarrón en el lado izquierdo, donde las estrellas son pequeñas bombillas azules. Una nube de cartón apoyada en el suelo; un plato giradiscos, ladeado, que no dará vueltas nunca más. No hay duda. Está en el teatro, en el reino de la ilusión. El tiempo se ha apoderado de los despojos, de los harapos de la historia. Es el fin de las representaciones. Finis theatri; finis mundi. El telón rojo está abierto, un poco descompensado; alguien ha movido el contrapeso de los decorados. Arriba en el escenario, una rodilla en el suelo y la otra doblada, la mano sobre la rodilla izquierda, imagina que miles de rostros le contemplan desde la platea. Cuando desciende al patio de butacas, cree sentir que las miradas siguen en silencio sus movimientos; oye murmullos, pisadas detrás suyo. Pasea entre las filas de asientos, la mayoría cubiertos, amortajados con sábanas fantasmales. Los rayos de luz crean capas de colores en el espacio sombrío. A su paso se encuentra una pluma, un hueso y un trozo de pan reseco. Recuerda el falso cielo y la nube sin tormenta. No puede evitar pensar que todo lo que ha visto son señales de un cosmos disperso, el reinado de una falta de relación absoluta, que reúne lo heteróclito y lo inusual, modelo de lo que no tiene nada en común; no son indicios de otro mundo, un más allá celestial, sino de una inmanencia radical, de la pobreza y contingencia inagotables de este mundo otro, paraíso de la diferencia. El fin de la representación es el fin del espectáculo; queda la imagen del mundo como escenario pobre en decorados. No hay entradas. ► Caput exitii XXIV, XXIII Y XXII.
XXXVI
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