XLIV

En principio, adentrarse en un lugar abandonado, preferiblemente sin conocimiento previo, tiene por sentido dejar de ser el que somos, librarse del sujeto, de estar sujeto y, por tanto, acabar con la segunda persona del plural, la pantalla social, la red de generalidades objetivas y subjetivas, el modelado continuo e inadvertido de identidades, coágulo de imágenes y pensamientos, clausura vital. El visitante del abandono, desde el momento que entra, ya no puede decir YO ni hablar, ver ni pensar en nombre del NOSOTROS. No representa nada ni es representante de nadie. Desde esta perspectiva, la protoexploración, la exploración primordial y metafísica, es un acto de libertad, un acto libre dentro de ciertos límites; un ejercicio de exposición, y una experiencia (de lo) singular. Es un acto libre porque no está regulado ni sujeto a control, no hay rutas preasignadas ni paradas obligadas, el visitante es libre de ver lo que quiera, según la libertad que le ofrece el propio lugar. El operador de exploración no necesita el permiso ni el beneplácito de ninguna instancia, persona física o jurídica. VE allá donde llegan sus ojos. Es una exposición porque el individuo se expone, queda expuesto al mundo sin ninguna protección, sin la seguridad y la vigilancia de la red social. Está solo, no puede pedir ayuda ni confiar en recibirla, abandonado a su suerte en el abandono. Corre el peligro y los placeres prohibidos de la soledad. Y es una experiencia singular, de la singularidad, porque se enfrenta a lo desconocido, a un espacio animado, cambiante, con mil caras, que le espera a cada paso, a cada recodo del pasillo, en cada puerta. Estos tres gradientes que miden la intensidad de la exploración son fáciles de desvirtuar, de anular, de tal modo que conviertan la actividad en un sucedáneo, un ersatz, un hacer que se hace algo sin hacerlo en realidad, una pantomima, registrada en imágenes, una etiqueta vacía de contenido. Las visitas con permiso es evidente que anulan, son el bloqueo in situ e instantáneo del acto libre y la exposición. El individuo acepta la tutela de un elemento ajeno, tal cual un museo, respetando cordones de seguridad y barreras de protección imaginarias, sigue las señales y las indicaciones pertinentes como el más obediente de los turistas. Todo está listo y preparado, incluso limpio. No ha de preocuparse por nada; la visita se desarrolla con tranquilidad. Está seguro. Es una caja de experiencia prefabricada. En lugar de asistir a la PRESENTACIÓN de un lugar asistimos a su REPRESENTACIÓN, alguien se ha esmerado en el cuidado, la disposición, orden y apariencia de las cosas. La pérdida de la libertad de visión corre pareja a la pérdida de libertad de presentación del lugar. El sujeto y el objeto han caído prisioneros de la misma trampa. Un prisionero nunca podrá abandonarse, nunca estará abandonado, siempre estará vigilado, encerrado, limitado por otro, por la voluntad de otro. Otro bloqueo es el grupo, que afecta por igual a la exposición como a la singularidad. Desde el instante que la soledad se pierde, el lugar podrá ser muchas cosas, pero a bien seguro no estará abandonado, será todo lo contrario, un lugar poblado, un lugar humano, con todas las miserias habituales, por circunstancial que sea la población. De forma automática, el sujeto hará lo mismo que haría en otra parte, sin importar el lugar en el que esté, se despertará en su interior el instinto gregario, el afán de reconocimiento por el colectivo. Intentará caer bien, ser aceptado, actuará en vez de existir. Añadirá a la representación del lugar su propia representación, su teatro interior de sombras y tinieblas, neurosis en curso. En sociedad siempre es así; en un lugar abandonado, en medio de las ruinas de la civilización, es en especial ridículo. Precisamente porque ser libre es estar expuesto, exponerse, estar expuesto a todo, sin otra protección que uno mismo, indefenso, el grupo y el permiso suministran una protección adicional, una seguridad, al precio de anular la libertad y provocar el embotamiento, la anulación de la percepción, en el mejor de los casos, la igualación de la experiencia según patrones e ideas compartidas. El colectivo paraliza, nivela y marca límites en la VISIÓN, y en repetidas ocasiones cuesta observar alguna diferencia entre las diferentes visiones. Miramos las imágenes. El tratamiento del tema, los centros de interés, encuadres, enfoque, composición, incluso el procesado, son semejantes, iguales hasta el punto de ser casi idénticos. Imágenes idénticas de los mismos sitios. No es una parodia. Podría serlo perfectamente. Cuesta creer que estemos hablando de lugares abandonados, la cuna de la singularidad. Es el efecto perverso del grupo. La indefensión, el miedo, la soledad, llevan al individuo, también y de forma más llamativa en un abandono, a reivindicarse como un YO reconocido por un NOSOTROS. Si tenemos en cuenta que entrar en un lugar abandonado pretende todo lo contrario, tendremos una medida muy precisa del nivel de despropósito y ceguera de la denominada exploración. El máximo de esta tendencia, el nivel imposible de superar, la desvirtuación completa, se alcanza cuando se crea un nuevo colectivo, una familiaridad donde reconocerse y ser lo mismo: urbex.