XIII

La sensación habitual al salir de un lugar abandonado y volver al mundo habitado no es la de alivio, como cabría esperar, ni tan sólo la de satisfacción o un sentimiento de tranquilidad de volver a un entorno más familiar y seguro, sino la de pérdida del encanto, un proceso súbito de desencantamiento y nivelación de la experiencia, de anulación de la fascinación ante la prodigalidad, el florecimiento de la vida en soledad que no vamos a volver a encontrar: en un sentido literal, porque el abandono cambia día a día y minuto a minuto; y también porque nada semejante experimentaremos en las demasiado humanas, pobladas y bien conservadas calles, edificaciones y viviendas. Al volver se nota a faltar algo indefinible pero real; se nota el cambio, la diferencia en la conservación de los materiales, la ausencia de los efectos del tiempo, evidentemente NO es lo mismo, y el cambio es a peor. Con el tiempo la sensación se difumina, hay un proceso de desensibilización y reeducación por el hábito que vuelve a presentar como normal la excepción de una vida ordenada. El olvido cubre la memoria, pero lo inolvidable sigue ahí, ajeno al mundo calculado y previsible, y se recupera cada vez que se entra de nuevo en un abandono. Entonces, sin lugar a dudas, la sensación equivale a un despertar, al redescubrimiento de la verdadera realidad, a la vivencia de un lugar a la vez íntimo y extraño, el no-lugar donde residen todos los sueños y se almacenan los deseos. Volvemos el lugar de nacimiento, a la tierra natal, y el lugar de procedencia, la vida dejada atrás, no es más que una ilusión compartida, apenas un recuerdo difuso.