XLII

Un lugar abandonado es y no es un LUGAR, porque desde el momento que sufre el abandono ya no es lo que era, queda aparte, apartado, desconectado del curso de la historia, entra en una nueva esfera, en otro mundo; como si hubiera sido borrado del mapa, cambia de naturaleza. Cenicienta es y no es el NOMBRE de un lugar, a la vez un cuento y un espacio físico, se mueve entre el sueño y la realidad, la alusión y la certeza, en un escenario cubierto de polvo y cenizas. Ahora está dentro. Permanece en cuclillas en la alcoba, al lado de la cama, bajo el dosel rojo. Podría pasar años captando imágenes para hacer justicia a una habitación de pocos metros cuadrados. Contempla en silencio, inmóvil, el cuadro de la epifanía de los Reyes Magos, un poco ladeada, que reposa en una silla tapizada de amarillo; deja pasar el tiempo, no hay prisa. Estar a la altura de la singularidad de este lugar, aparte de una forma extrema de atención, de deferencia ante lo que nos supera, era una manera de aproximarse a su infinita gama de detalles. Se conformaría con que los estados de su alma se acercasen en una milésima parte al baño de sensaciones que recibía. Una imagen debe hacernos mejores, es aquello que mejora el alma, afina la percepción y el pensamiento, amplía los horizontes del conocer, suscita sentimientos que no sabíamos que existían. El que sale después de la visión debe ser mejor que el que entra. Decide salir. Camina despacio en dirección a la biblioteca de Cenicienta. En realidad no es una biblioteca. Se trata de un banco de madera rectangular, con el respaldo hecho de tableros macizos; los apoyaderos de los brazos tienen el borde lobulado y la parte frontal del asiento adopta una forma abierta de corazón, hoja aplastada. Las dimensiones son considerables. Más de tres metros cuadrados de madera, porque el respaldo es muy alto, más allá de donde se situaría la cabeza del ocupante ausente. Encima del asiento, hacia el fondo, cuatro hileras desordenadas de libros, revistas y ficheros; la hilera de la izquierda cae hacia un lado, mientras que el resto mantiene su verticalidad. Un póster enrollado corona la estructura de este amontonamiento; ha quedado atrapado por el peso de la pila superior de libros. El extraño no se mueve. Está sentado en el suelo. AD-11. Es el nombre que figura en el dorso de un fichero; entre dos bandas rojas también puede leer: NORMAS. PLANOS. MÉTODOS. Mira a la derecha del banco, hacia abajo, se fija en un Cristo hecho de recortes; reposa sobre tres cajas de cartón. Deja la descripción para otra vez. Frente a las columnas de libros en equilibrio inestable, las tripas de un libro deshilachado cuelgan del asiento. No cae al suelo; está sujeto por el peso de dos libros sin cubierta que tiene encima. Una pequeña nube de telarañas parte del libro de la parte superior, el más grueso, hacia los montones que tapizan el respaldo. El título del libro colgante. ALEJANDRO MAGNO. A continuación lee la primera página, la única que puede leerse sin tocar nada. Todo un período de la vida del pueblo griego lleva su nombre -época alejandrina- y las más bella ciudad del Mediterráneo oriental se denomina Alejandría, perpetuando su recuerdo. Sigue otro párrafo. Cuando pasen los siglos y la Humanidad quiera fabricarse un arquetipo del hombre perfecto, el ejemplo de un varón que sea a la vez culto y esforzado, el primero en las armas y en las letras, el nombre de Alejandro el Magno acude a todas las mentes porque reunía en sí las Armas y las Letras, la cultura que le dio Aristóteles y el coraje que aprendió de Filipo. No hay más texto. Cierra los ojos para descansar la vista. A sus pies, un libro abierto polvoriento. GOGO EL PINGÜINO. Por hoy es suficiente. No sabemos lo que ve. Se levanta despacio y sale hacia el corredor colindante. Verá lo que el lugar tenga que ofrecer. Nada más. La descripción se detiene.