La exactitud de este mundo puede llegar a ser abrumadora, la determinación sin fisuras de lo insignificante, incólume y fiel a sí misma, el reinado de lo concreto, sobrepasa muchas veces la capacidad de comprensión y percepción; tanto más concreta en cuanto que no hay palabra adecuada para dar cuenta de ella ni palabras que perturben su silencio. La sabiduría es callar para ser; hablar demasiado es un signo de abstracción nefasto. Cada vez que pasa por el grupo de árboles, a determinada hora, en una estación concreta, bajo ciertas condiciones, intensidad del viento, humedad ambiental, hay una rama, UNA sola rama, enmarañada en otra, cautiva, que cruje al restañar su madera con las otras, desgarro superficial. El crujido es inconfundible, único y distintivo, lamento del mundo que se ofrece desde las alturas, entre el verde de las hojas, dávida para quien sepa apreciarla. La atenta espera de la garza real sobre la roca, manchada de excrementos; la velocidad y la precisión con la que captura el pez bajo el agua, pertenecen al mismo orden de fenómenos. El reinado de lo exacto y preciso reclama sus derechos. Es lo natural. No podemos afirmar con rotundidad el derecho de la garza a cazar su presa, o del pez a escapar de ella al detectar su sombra en el agua, ni falta que hace; pero difícilmente podríamos negarle ese derecho. No está tan claro en el caso del pescador a ratos muertos. Alguien que necesita que allanen kilómetros de bosque de ribera y cañaveral para crear una franja de tierra desnuda al lado de la orilla; que instala bancos de cemento y numera las posiciones; que el único esfuerzo apreciable que realiza es el trayecto en coche de su casa a su lugar de pesca acostumbrado, rodeado, para no sentirse extraño, de cachivaches y utensilios que le recuerdan de dónde viene, como si tuviera miedo de olvidar quién es; actor involuntario de una opereta de bajo coste, envuelto en música que baña toda la escena, burbuja protectora invisible, cortina de palabras y melodías para no ver ni escuchar lo que le rodea; este hombre, ajeno a sí mismo y al entorno, quizá no tiene derecho a pescar nada ni a cobrarse una vida. No de este modo. Con tanta facilidad, sin elegancia, exactitud ni armonía con el medio. Debería estar en casa. Está en el lugar equivocado. No debe interferir en un mundo que ni aprecia ni conoce, al que intenta transformar en lo que no es, en una burda copia del escenario de su vida cotidiana. No está donde siempre, frente a la pantalla; está afuera, al lado del río, lejos del hogar. Mucho más lejos, en un lugar del que es imposible volver, a una distancia inconmensurable, en otro mundo, pero cerca en la realidad presente, un conejo muerto al lado de la cuneta. La muerte ha sido limpia, seguramente por atropello; parece haber muerto al instante, desnucado. La propia fuerza del impacto lo ha arrojado al borde del camino. No es tarea fácil determinar si ha vivido lo suficiente, si esta era su hora, si lo mejor era morir así y aquí, si este era el momento exacto de su partida, de su final de partida. Quizá morir de viejo no es la mejor opción; la muerte no debería evitarse a cualquier precio porque las consecuencias pueden ser mucho peores. A fuerza de retrasar lo inevitable, de ocultar la muerte, la muerte acaba invadiéndolo todo, se confunde con la vida, se anulan mutuamente. No sólo vivimos en una cultura muerta sino que disfrutamos de una cultura de la muerte con efectos devastadores visibles en muchos lugares del mundo e invisibles en el alma de las hasta ahora prósperas civilizaciones. A resultas de ocultarla, todos desean en secreto morir, al menos ver morir a otros, aunque sea en una ficción. Si es posible de forma horrible. La negación de la muerte, dado que todos morimos, es una forma de autoexclusión, autodestrucción anticipada. Yo, que muero como todos, declaro no ser el que muere, esto es, deniego de mí mismo. Para todo aquel que morirá, se dicta por anticipado, por la parte que le toca, que ya está muerto, no vale nada, mero despojo, debe apartarse del camino, dejar vía libre. La mortalidad no va con él. Siempre se trata de rendir cuentas: cuando no pueda trabajar, tendrá que pagar de otra manera, obtener un rendimiento de su muerte como tributo a ofrecer, sacrificio en vida para seguir vivo. El negocio debe continuar. Después de pagar para vivir como buenamente se pueda, hay que pagar por morir de mala manera, despojo humano al que todavía se obliga a sonreír, a dar muestras de adhesión y gratitud. Gracias por dejarme morir a este precio, por poner una cifra a mi desaparición. La comunidad no descuida un detalle, es generosa hasta el último momento. Las residencias no son sino mataderos terriblemente limpios, pulcros, llenos de flores, donde por una módica cantidad uno espera, apartado de todos, a ser rematado, con paciencia, sin levantar la voz, obediente hasta el final; las instituciones geriátricas se afanan a la vez por disimular lo inminente y por anular la poca vida que queda ahí dentro. Hay que mancharlo todo con el pecado de la indefinición, las medias verdades, el engaño fácil. Como el pescador ocioso, los moribundos confinados también están en el lugar equivocado, no deberían estar ahí, deberían ya haber cruzado el río, vadear el torrente de la existencia, pasar al otro lado. La imagen del final es fiel a la imagen del principio; la exclusión de la muerte y los moribundos excluye en la misma medida a los vivos. Todos viven la misma mascarada. Es el festival de lo inexacto y lo abstracto. Nadie toca de pies a tierra. El país de los pescadores cercena vidas sin dar cuenta de sí mismos, sin ofrecer la suya como ofrenda. Negándose a morir; rechazando la vida, ni viven ni mueren, nadan entre dos aguas sin ser peces. No sólo se pescan peces. Hay pescadores de almas, como los apóstoles, o de cuerpos desnudos al sol. Sigue el camino sinuoso al lado de un cultivo de árboles frutales. Al girar una curva, a su derecha, bajo la sombra de unos matorrales, ve un hombre sentado mirando al cielo, con los brazos apoyados en la hierba, hacia atrás, un poco inclinado. Una escena idílica congelada en el tiempo: ve que alguien mira hacia arriba y que este con el rabillo del ojo ve a quién le está mirando. Tarda unos instantes en reaccionar, el velo cae; otro hombre está arrodillado entre sus piernas, reverencia un dios que se alza frente su rostro. Lo devora con fruición. También están de pesca. Más que serenidad hay éxtasis en los ojos que apuntan al infinito. Siempre nos habían dicho que había que mirar arriba para ver el cielo. La verdad es que sería mejor mirar más abajo. El cielo está entre las piernas; el sol a ras del suelo, espejea en medio de la hierba. Mira sin detenerse, sobre la marcha, no aminora el paso. Se aleja de los amantes, a punto de sucumbir uno al otro como golpea la fruta madura en el suelo; los gritos de placer aumentan en intensidad, se combina el extraño fenómeno del aumento del volumen con su disminución por el alejamiento de la fuente de sonido. Oye lo que no ve. Cuando se ha alejado lo suficiente, el placer pide discreción, se detiene en un cruce de caminos delante de un poste indicador. No es de gran utilidad. Las flechas de chapa están torcidas. Las órdenes pueden suscitar aversión, desencadenan acciones airadas. Dadas sus caprichosas posiciones, indican hacia donde no llevan y conducen hacia donde no señalan. Acto de rebeldía en medio de la nada. El mundo al revés. Nunca ha sido tan fácil perderse siguiendo la ruta establecida. La obediencia tiene poco qué hacer en esta situación, es un arma de doble filo. Todas las posibilidades están abiertas. Todas las desviaciones son posibles. El camino exacto no siempre es el más correcto. Es fácil de reconocer. Es fácil perderse en él. No tiene señales. Es siempre una carretera pérdida, un camino de perdición. No hay pieza cobrada ni beneficio aparente. Pecado libre de todo pecado. Es exactamente lo que quieres.
XLX
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XLIX
El arte del sigilo, estar y caminar en silencio, es cada vez más una actividad residual, condenada a desaparecer, tal como manifiestan, por motivos opuestos, la invención de los juegos de sigilo, una modalidad entre otras de los videojuegos, y el espionaje masivo de las comunicaciones. Los secretos caen al mismo tiempo que surge su parodia digital, simulacro de lo que ya no puede ser; la ponzoña se extiende en todas direcciones, no deja ningún detalle al azar. En el bosque tampoco. La inoculación del veneno es lenta hasta que alcanza un determinado volumen. Camina por una pista forestal al lado del río. Los zarzales y la vegetación de ribera no cejan en su lucha por ocupar el camino; cruzan el espacio abierto, saltan al vacío, enrollados en las cañas inclinadas por el peso. Es la astucia de la naturaleza. El agua también tiene su papel. Desciende por las laderas y deshace el camino como si fuera una mera huella trazada al azar en la arena, obra espúrea. Es una zona de meandros en miniatura; el barro domina el espacio. El reino sagrado de los charcos y las fuentes. No está solo. Escucha el ruido inconfundible de la presencia humana, mezcla de palabras, andar pesado y embotamiento. Van por detrás. Hasta los animales saben que no es nada bueno llevar a nadie a la espalda, en todos los sentidos. Cuando puede sale del camino y deja que pasen. Desfilan delante suyo, nube de neurosis que no puede dejar de hablar de lo que siempre hablan, de lo mismo, incluso cuando salen de las ciudades. No tienen secretos; no quieren tenerlos. Renuncian a ser. Al igual que el trabajo, la deslocalización afecta sobre todo a la mente; da igual dónde estén, no saben dónde están, podrían estar en cualquier parte. Siguen la misma pauta abstracta, apegados a las costumbres, trabajadores incansables, se vuelcan con entusiasmo en representar el mismo guión mal escrito. Sólo cambia el escenario. El escenario ha cambiado a peor. Esta vez ha sido peor. Una vez al año, las máquinas desbrozan los márgenes para que la vegetación no invada el camino. Este año no había bastante con ello, no era suficiente, había que ensañarse más, ensanchar la pista varios metros en algunos puntos, canalizar el agua, eliminar muchas fuentes naturales y secar los charcos. Un trabajo meritorio. Desde alguna instancia, de las muchas que determinan el curso de la vida diaria, se consideró necesario abrir el paso, eliminar obstáculos, facilitar el tránsito de vehículos, bicicletas y caminantes que no saben caminar, apoyados en bastones como recién nacidos en sus andadores, marea humana multicolor que exige un mundo a su medida, adecuado a sus posibilidades. Vivir no es fácil. Las facilidades matan. Una de las mayores vilezas es querer ver cumplidos los deseos al precio que sea. Los sueños son un arma de destrucción. El CHARCO es lo más parecido al origen de la vida que tenemos; la vida en todas sus formas se ha convertido en un enemigo a abatir. Uno de los charcos eliminados era como un oasis en el camino; surgía de pronto, en un recodo, como una aparición, no había manera de verlo hasta que no estabas ya encima. Entonces todo era posible, a la vuelta de ese recodo empezaba un mundo, EL mundo, albergaba una serie interminable de sorpresas, visiones inesperadas; un día podía ser una rana que al vernos saltaba al agua, otro un pájaro a la sombra, pico naranja reluciente en la oscuridad, el zigzagueo de una serpiente bajo la superficie, niños chapoteando, siempre chapotean, incluso unos delicados pies femeninos bajo el agua, hacía calor, la punta de los dedos en contacto con el barro del fondo, la gracia en persona. El ojo saluda antes que la mano. Se felicitaba del encuentro; el saludo no hacía distinciones entre personas y animales. No había motivo para hacerlo. Ahí no. Todos eran iguales. La hospitalidad es algo obligado en los oasis. Sigue adelante. Cada 100 metros encuentra banderolas de plástico atadas a árboles, arbustos y cañas. Rojo sobre fondo blanco, bien visibles: NutriSport. El espónsor de la carrera. Ni tan sólo se han molestado en sacarlas acabado el evento. Esfuerzo inútil. Querían evitar a toda costa que nadie se perdiera. La banderola señala a la vez el camino a seguir, indica que no vamos errados, y añade un elemento de familiaridad, podemos estar tranquilos, que mitiga todo posible elemento de hostilidad del paisaje. La palabra vacía acompaña el viaje del corredor, recuerdo de una humanidad falsificada. Es lo que quieren que sea. Sin olvidar la propaganda. El sentido de la vida es algo que a nadie importa ya, pero quizá deberían preocuparse, empieza a ser preocupante, la pérdida del sentido de la orientación, la anulación de los instintos, del saber sensible, a causa del uso de dispositivos de posicionamiento automáticos. El cálculo digital, triangulado desde un cielo nada inocente, suplanta al cuerpo. Por sí mismos, solos, cada vez menos individuos saben, sabrán dónde están, desorientados hasta el punto de no saber por dónde ir, qué hacer y quiénes son. Están completamente perdidos. Más que nunca. Presas fáciles. La máquina tiene la respuesta, aparenta responder a los que no lo son; apaga la vida porque así ha sido solicitado, incluso mediante súplicas, desconexión del soporte vital. Lo orgánico se adapta a lo inorgánico. Es la ley de obediencia debida. La servidumbre está a los dos lados. El viento se ha llevado una banderola hasta el río, reposa en su superficie como una serpiente enrollada, moribunda, al lado de detritus de todo tipo. Brilla bajo un sol que no merece. Una botella medio hundida, erguida como el faro de una civilización extinta, hace guardia en el cañaveral. La carrera ha terminado. No hay ganador. Los estadios llenos de prisioneros. Al final el deporte no es bueno para nadie, se revela una actividad condenada al fracaso, una huida hacia adelante, canto entusiasta a la muerte. Los corredores yacen bajo el agua. Ahogados con los ojos abiertos. No parpadean. Se deslizan hacia la oscuridad. El año que viene el agua volverá a romper el camino; las zarzas invadirán el terreno e impedirán el paso. Es inevitable. No podrán hacer nada. Lo saben. Han tocado fondo. Por mucho que corran.
►Sonus detritum CLXX (a-d)
►Sonus detritum CLXX (a-d)
XLVIII
El día no empieza muy bien. Sale de casa por la mañana para dirigirse a las alturas; no será fácil. La caída es la condición necesaria del ascenso, la elevación empieza desde abajo. Un infierno tras otro forma la antesala del cielo. Mira a su alrededor como de costumbre. En un camino polvoriento transitado, que justo pasa por delante, observa un amasijo de mantas y plásticos, una especie de vertedero a escala reducida plantado en medio. Obstaculiza el paso de personas y coches. Movido por la curiosidad, como si fuera a contemplar el extraño cadáver de un monstruo, camina hacia el montón de desechos. A mitad del trayecto, se detiene. El monstruo está vivo; hay algo debajo de las mantas. Tiene brazos y piernas. Se agita mientras el viento mueve los plásticos. Tiene ojos. Lo mira. Esta noche algunos han dormido al raso. La miseria a las puertas de casa. Retrocede en dirección contraria para ir a tirar la basura. Dentro del contenedor, encima de las bolsas, una cría atigrada naranja de gato muerta. Un juez implacable dictaminó que no debía vivir más. Las vidas no valen todas lo mismo. Es la voz del verdugo. Sin duda costará levantar el día. También la muerte a las puertas de casa. Pasa por donde siempre. Alguien ha reducido a escombros un estanque que llevaba décadas en el lugar. El croar de las ranas molesta. No hay forma de hacerlas callar. No obedecen. Toma al fin el camino para ir a la cumbre de la montaña. Quiere estar solo. Elige subir por el barranco, un pedregal resbaladizo con escasa vegetación. Le gusta el contacto de las piedras. Las rocas miran con piedad y conmiseración el frágil cuerpo que se aferra a ellas. Somos inmortales, la imagen de la inmortalidad; él es sólo un mortal más, un ser vulnerable, perecedero. A pesar de su superioridad, tiemblan, se estremecen a su paso; saben por experiencia propia, a través de una sabiduría de milenios, que los seres débiles son los más peligrosos, los más desesperados. Capaces de inventar la dinamita que vuela en pedazos el mineral más duro. La roca está fría, el sol todavía no ha acelerado sus moléculas. Entre las rocas se agarra a un manojo de hierba; la calidez atraviesa su piel, contrasta con la frialdad de las piedras circundantes. El mundo es DIFERENCIA. El calor, la conservación de la temperatura, marca la diferencia entre la materia orgánica y la inorgánica, entre lo vivo y lo muerto. El bosque llega después. Lo que queda del bosque. Cuando sube por el sendero de pronunciada pendiente, agarrándose a troncos y matorrales, es como si fuera un general que pasa revista a unas tropas exhaustas, rodeadas por el enemigo, e intentara infundirles ánimo, algo de esperanza ante una situación desesperada. ¡Resistid! ¡Resistid! Llega por fin arriba. Justo a tiempo para contemplar lo que parece ser la escena culminante de toda una civilización, el mayor logro de una especie entera, la apoteosis del sentido. Un grupo de personas vestidas de colores chillones, con cámaras en la cabeza, se dan la mano y saltan al vacío. Un buen final si realmente fuera el fin. Es sólo un simulacro de caída. No saben hacer nada mejor. La roca prominente desde la que realizan el salto tiembla esta vez de risa. El resto de la semana están sentados en una oficina delante del ordenador. Un día tras otro. No saltan por la ventana porque no es un simulacro. El sol empieza a decaer. El ocaso señala el momento del descenso. Toma un camino diferente. Atraviesa una explanada llena de retamas de olor o ginestas. El perfume dulzón le envuelve. Sol rojo para flores amarillas. La situación se ha invertido, cambia de signo. Es un invitado recibido con ofrendas. Las plantas a centenares forman un arco de triunfo. Las oye con claridad a su paso. ¡Resiste! ¡Resiste! Lo mejor está por llegar. El paraíso está al final de la caída, una lenta desaceleración antes del momento del impacto. En medio de la nada, aparece de repente. El espejismo en el desierto. Varias casas en ruinas en la cima de una colina. Nadie. Por una característica perversión de este siglo, es un lugar más solitario que la mayoría de lugares abandonados, cúspides de cordilleras famosas o islas exóticas. No es un lugar turístico. Es un lugar real. Un verdadero oasis de vida. Pasa al lado de una especie de corral. Quizá es utilizado por algún pastor de la zona. Un barril de plástico azul tumbado encima de cascotes. Una gata tricolor le mira confiada desde su interior. Sale a saludarlo. Es la reina de las ruinas, la guardiana del oasis. No es una mascota ni un cliché edulcorado de gato. Es una superviviente, tiene la belleza de lo no domesticado. Sólo lo libre es bello. No hay belleza en los esclavos. Es cada vez más difícil encontrar personas libres; la gata es una pulsación de vida en estado puro, tiene más ganas de vivir que la humanidad entera. La alternativa latente de los hombres oscila entre la aniquilación o una lenta agonía, un aturdimiento nervioso organizado, escarabajo blando, color carne, que, tumbado boca arriba, agita las patas inútilmente. Acabar llevará su tiempo. En el interior de una de las casas, el suelo de la segunda planta se ha derrumbado justo por la mitad. El pasillo entre las habitaciones se ha convertido en un agujero sin fondo. Para cruzar este Rubicón particular, un tablón hace las veces de puente levadizo. El castillo de la pobreza guarda como tesoro un lecho miserable al otro lado del foso. Algo de ropa. Vida suspendida en el vacío; sueños al borde del abismo. Volverá. La gata mira. Los colores como parches forman el mapa del azar y la vida. Un enigma a descifrar. La geografía de lo desconocido. Naranja, negro, blanco. Volveremos a vernos. Se aleja mientras la gata le sigue con la mirada. La caída después de todo ha resultado luminosa, resplandores color fuego entre la oscuridad y la luz. La libertad es la única felicidad posible. Es el foso en llamas que hay que cruzar una y otra vez, sorteando el abismo, para reavivar la vida extinta que llevamos dentro. El calor lo es todo.
► Caput succedaneum LXVI
► Caput succedaneum LXVI
XLVII
El que habita en lo alto tiene unas ideas muy claras acerca de cómo deben ser las cosas, no tolera el desorden y aborrece el caos, aunque existen serias de que esta tendencia al control sea una muestra de su capacidad de penetración intelectual, más bien al contrario, indica un pensamiento pobre en intuiciones, una lucidez limitada. Tanto es así que cuando VIO el mundo que había creado, le pareció bien, un error imperdonable, y no tuvo bastante que sumo a su necedad una nueva equivocación, un desvarío que significó la creación del hombre, a su imagen y semejanza, cumbre de la creación. De rodillas en el suelo, para no ser visto desde las ventanas, un hombre gris mira fascinado el desorden a su alrededor, y le parece bien, no es imagen de nada ni de nadie, sólo le gusta un mundo que no ha sido creado, fuera de control, y en cuanto que es increado. La criatura se he liberado del yugo del creador, incluido el propio hombre. A su derecha, la biblioteca miserable de CENICIENTA, pilas de libros y revistas; a su izquierda, observa una silla de madera finamente labrada junto a una mecedora. Están colocadas en la posición más antiestética y poco funcional imaginable: juntas y con el asiento de una pegado al respaldo de la otra. Es perfecto. No sirven para nada. No es posible sentarse en la silla ni balancearse en la mecedora. Es la imagen misma de la inutilidad y el sinsentido. El orden es una excepción momentánea. El sinsentido, la retirada del sentido, es la única cosa realmente singular que distingue al lugar abandonado, al ser que sufre (el) abandono. El mundo no es una obra de arte, ni falta que le hace, es mucho mejor, es la libertad en acción que no es posible prever de antemano, ni recrear según tópicos ni ideas preconcebidas, ni mejorar de ninguna manera. El mundo no tiene arreglo y por su propia naturaleza no debe tenerlo; de lo contrario se cumpliría el sueño del dios demente, que imaginó un mundo como mero escenario, plató o estudio fotográfico de dominio y control de su criatura favorita, afectada de la misma locura. Ser caprichoso para la que todo es un juguete, a veces arropado, otras roto en pedazos, según las oscilaciones típicas de amor y odio, condescendencia y frustración. Los seres enfermos son peligrosos. La enfermedad contemporánea es QUERER la imagen, y no las cosas, la representación, no lo real, ni tan sólo las personas; los poseídos por la imagen desprecian la vida como una monda que se tira a la basura nada más consumido el fruto. El nihilismo consumado es creerse mejor que el mundo que se VE; no merecen verlo, ni tan sólo habitarlo, deberían ser desterrados y condenados a un vacío eterno. La condena ya se ha ejecutado; abarca a la humanidad entera, que vive sin mundo en el que vivir. La GRACIA le ha sido negada. El infierno es la imagen sin realidad; el espejo del ciego. AQUÍ es diferente, está todo por ver. A sus pies, un libro sucio abierto, a un lado la página 62, al otro la portada. GOGO, EL PINGÜINO. Como no tiene nada mejor que hacer, acepta el ofrecimiento de la lectura. La frase empieza cortada. tentáis. Y sigue.
tentáis robármelo, os picotearé muy fuerte. Os haré daño
Nob movió la cabeza.
- Ya temía que dijeras eso -replicó tristemente y se alejó seguido de Lulú.
Gogo irguióse cuan alto era y lanzó un trompetazo triunfal.
- ¿Verdad que soy un gran tipo? -preguntó a Penny.
Y ésta replicó
- Eres Gogo.
Era GOGO. Es el final. Si no es el final, no puede saberlo, porque no piensa tocar el libro ni levantarlo del suelo polvoriento. El fragmento vale por sí mismo y sólo es digno en cuanto fragmento, despojo y desecho. Se yergue sobre su propia falta de fundamento, sobre la ausencia de un dios garante y un hombre dominador. El polvo es la clave de bóveda de la catedral en ruinas. El mundo inmundo es el mejor de los mundos posibles. GOGO no es más que uno de ellos. ALEJANDRO MAGNO es otro. Así hasta el infinito.
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XLVI
En las afueras, la realidad social, dominante, y, por lo tanto, abstracta, se desintegra, choca con lo real y pierde su coherencia, como un cultivo bacteriano que forma racimos en los bordes, hileras dispersas en contacto con la materia viva no infectada. Este no-lugar presenta la paradoja característica del RESIDUO: goza de una libertad privilegiada, por una calculada y precisa inaplicabilidad legal, abandono de la ley, y sufre la condena de ser un desecho arrojado a la periferia de las ciudades, resto inútil e improductivo. La ambigüedad del afuera, el balbuceo en los límites del tejido social, es un indicador fiable de la situación real, de los límites, las estrategias y los puntos débiles del dispositivo subjetivo de socialización y la maquinaria objetiva de edificación, del avance y retroceso del proyecto actual de la colmena humana. La única forma de recorrer el afuera es la errancia, el vagabundeo, empezar por cualquier parte y acabar dónde sea, apenas una ligera idea del recorrido a seguir, del radio del desplazamiento. Sobre todo no hay que tener objetivos. No los tiene. Empieza a andar desde la zona industrial a las orillas del río; las bolsas de plástico y otros desperdicios en los cañaverales señalan las crecidas de las aguas. La fábrica languidece en su agonía rodeada por alambradas; al fondo ruidos de máquinas y algunas figuras humanas. Observa sus lentos movimientos. Es difícil saber si están protegidos tras los muros o encerrados de por vida. Varios huertos. Atraviesa una explanada polvorienta llena de cascotes, marcas de ruedas de tractores; al fondo, en medio de la nada, una canción pegadiza inunda el patio de una empresa de reciclaje. Escucha con atención el réquiem de una civilización ajena a su destino, feliz en su ignorancia; la música suena como preludio del fin y seguirá sonando después, exactamente con el mismo entusiasmo, la misma alegría funesta. El desfile militar es el modelo de la canción de moda; la sangre corre cuando la banda deja de tocar. No hay aplausos. Ve una esvástica. HEIL KOMBAT reza en las paredes pintadas de colores. Sube por una cuesta de tierra gris, flanqueada por pinares agonizantes. Al lado de la vía del tren, casas tapiadas a conciencia, tumbas de cemento donde la vida no puede entrar ni salir. La seguridad de la muerte es preferible a la incertidumbre de la vida. Sigue el camino al lado de la carretera. Masías en ruinas en paralelo el estrépito de los coches; el pasado y el presente conviven sin saber nada el uno del otro. La velocidad es olvido. Las malas hierbas conquistan campos estériles, abandonados; hacen lo que tienen que hacer. Una antigua mansión convertida en establo; el estiércol llena los suelos. PROHIBIDO EL PASO. El cartel añade una curiosa aclaración, por si hubieran dudas. A TODAS LAS PERSONAS. Ha perdido de vista la ciudad. En una colina, los carteles anuncian un proyecto de repoblación forestal. Sólo pervive el anuncio. Árboles raquíticos, medio secos, de los que nadie se ha ocupado, forman un peculiar cementerio vegetal. Cruza la vía del tren. Baja campo a través entre los pinos y los matorrales. Las manos con arañazos. Llega a un riachuelo. Se supone que es una zona de recreo. Más carteles que intentan construir una imagen ideal a partir de un paisaje decadente. La mayoría cree lo que le dicen. Almacenes agrícolas cerrados con planchas metálicas de grandes dimensiones. La autovía se yergue sobre columnas de cemento; el tráfico pasa atronador hacia al túnel que perfora la montaña. Decide cerrar el arco de su recorrido e iniciar el regreso. Ya ha visto bastante. Puertas cerradas. Ventanas tapiadas. Nadie confía en nadie. Llega a la colina que domina la ciudad. Una masía de dos plantas calcinada como advertencia. El fuego llama al fuego; la ceniza a la ceniza. El incendio llegará a las puertas de la civilización. Debajo de unos árboles, una especie de manta sujeta con piedras; el hogar del que no pertenece a ninguna parte, casa sin techo ni paredes del errante desconocido. Basura y desperdicios. La belleza de la decadencia sólo existe en las pantallas. Bolsas vacías de alimento para perros. No hay vagabundo que en un momento u otro no una su destino a los animales. Tiene algo que contarles, tiene algo que escuchar, sobre todo tiene que pedir perdón en nombre de la misma humanidad que lo ha rechazado, tal como ha expulsado o exterminado a innumerables formas de vida. El solitario siempre VE más, siente más, porque la pobreza, el no tener nada, aumenta su umbral de sensibilidad hasta niveles casi dolorosos y es uno con todas las cosas. Todo le parece imperdonable. La pérdida de la sociedad representa ganar un mundo. Afuera es REAL. Entra en la ciudad. No hay cambios aparentes. El hastío de las personas por su vida es tan intenso, que sólo sueñan con su destrucción, no pueden imaginarse otro sentido que desaparecer; las pantallas se llenan periódicamente de ciudades arrasadas, humeantes, de imágenes del apocalipsis reales o ficticias, donde unos se devoran a otros la carne hasta los huesos. Es lo que quieren (ver). La supervivencia es el único valor. Se ven a sí mismos como actores en una película, supervivientes del desastre, los elegidos entre las ruinas, dueños de los escombros, rodeados de monstruos humanos en estado de descomposición. La muerte parece tener más sentido que la vida. No hay por qué preocuparse. Tendrán lo que quieren. Cada vez más el interior se parece al exterior, el afuera al adentro; la película se está convirtiendo en la única realidad. Acabarán muriendo del mismo modo que ahora hacen cola en el supermercado, con la misma normalidad y sin tiempo para darse cuenta de nada. Tan rápido y banal como un anuncio de publicidad. Cuestión de segundos. Camina agotado por la arteria principal de la ciudad de provincias. En una esquina, un pequeño gato maulla desesperado; sale de un edificio en obras a intervalos para pedir ayuda y vuelve a entrar cuando se asusta por las riadas de gente con bolsas. Está solo y hambriento; algo ha pasado con la madre. Está atrapado en una zona transitada. Ya es demasiado por hoy. No puede ser. Va a comprar comida en lata y agua para al menos mejorar su vida unos días. Se sienta en un banco de un parque para trocear bien el alimento. En ese instante, oye una débil voz. Hola, perdona... Está de espaldas, no sabe muy bien si ha oído algo en medio del ruido del tráfico. Hola, perdona, he de comprar una cosa y no tengo dinero, ¿no podrías darme algo? Por costumbre, responde que no lleva nada, casi sin levantar los ojos de las latas. Ella insiste con una educación extrema. Por favor, vuelve a mirar, he de comprar algo y no tengo nada. Ahora sí que la ve. Se le hace un nudo en la garganta. Es una niña. Si quisiera imaginar un arquetipo de niña sería como el que tiene delante. Una cara triste rodeada por largos cabellos. Es sólo una niña. Todavía no ha entrado en la categoría de mendigo que los demás inventan como signo de exclusión y que, por desgracia, el propio afectado acaba adoptando como propia. No interpreta ningún papel. Es como si de repente un día al salir de clase se encontrara que todo ha cambiado, pasara sin transición y de forma brutal del aula a la calle, de vivir sin preocupaciones a tener que pedir. La infancia se acabó. No puede ser. Le da lo poco que tiene. Conmovido, casi no oye cuando le da las gracias y se va. Acaba de preparar la comida para el gato a punto de desmoronarse; le tiemblan las manos. Cuando se dirige a la esquina donde lo ha visto, se vuelve a cruzar con la niña. Se saludan. Hola. Se miran. Sonríe. La mirada vale por una vida entera. Nunca olvidará esa sonrisa. Le vuelve a dar las gracias con timidez. No tenía por qué. Un relámpago de intimidad, esperanza y gratitud centellea entre los dos. El tiempo devorador se para; estallan los relojes. Están más cerca que millones de personas que pasan toda la vida juntos; vuelven a confiar en el otro, en los otros. Sigue adelante y llega al edificio en obras. Con cuidado, pasa la comida y agua por debajo de una valla de madera roja. No puede ver al gato. Oye un débil maullido. Eso ha sido un gracias. Ya es la segunda vez. Durante unos instantes, para el gato, la niña y para cualquiera vale la pena vivir en este mundo. Está bien ASÍ. No hay otro mandato ético. El infierno cierra las puertas. Basta una palabra para salvar al mundo. No es necesario arrasarlo. Aunque la mayoría parece dispuesta a destruirlo todo antes que confesar su debilidad y pronunciar una mera y simple palabra. El miedo domina las almas; la voluntad de poder las consume. La salvación es el otro; está afuera, al lado, o no está en ninguna parte. Mira a tu alrededor. Estás salvado. Regresa a casa esperanzado en no sabe muy bien qué. Mira a su alrededor. Está perdido. No es la primera vez. ► Caput tympani CIX
XLV
Se hace difícil creer, parece una broma de mal gusto, que el lugar abandonado, la ruina, el objeto de rechazo que nadie quiere ni cuida, se haya convertido en un lugar de promoción personal, una oportunidad para obtener beneficios o ascender en la escala social. En consonancia con el auge del aprovechamiento de los residuos y el reciclaje, los despojos y desechos de la sociedad aparecen como una suerte de escalera de podredumbre, de cuesta de la miseria, a cuyos pies combaten todo tipo de personas, no tan sólo los situados más abajo, para obtener una migaja del botín, carrera contra el tiempo para conseguir apoderarse de lo poco que queda, la basura que otros no quieren. El desperdicio, la escoria, es la nueva medalla que lucen tanto los desposeídos como los bien situados, en un afán de sacar provecho, obtener un reconocimiento que la sociedad exige, por uno u otro medio. Es un fenómeno sorprendente, de tono humorístico, querer ser alguien, recibir la aprobación de otros, a partir de lo que no vale nada, de la acumulación de detritos; no deja de ser una buena muestra del fondo de la cuestión, de la verdad que subyace a la escala de aceptación, éxito ilusorio, que asienta sus fundamentos en el lodo, se yergue a partir de la basura, capaz de todo y de aprovecharlo todo para ser el sujeto que todos reconocen. El sujeto sin valores se apodera de lo que no tiene valor; a estos efectos, la captura de imágenes se parece más a un acto de rapiña que cualquier otra cosa, con el agravante que no se presenta como tal, sino bajo el disfraz creativo, la pátina artística, para los que todavía creen en el arte como producción de estereotipos. El fotógrafo de lugares abandonados es una especie en extinción, maldita; el tópico ha fagocitado la visión y el vidente, la presentación de las cosas, la gracia peculiar del mundo, ha quedado reducida a una representación. La pasividad sensible que caracteriza a la FOTOGRAFÍA, grabado de luz, se ha transformado en una actividad frenética de publicidad del sujeto que, para optimizar su función, aumentar las posibilidades de éxito, se dedica a COLOCAR cosas en lugar de VER cosas, con arreglo a estándares de composición. Como la imagen ya no es expresión de un punto de vista sino a la vez fin y un mero medio para poder situarse en el escalafón laboral o profesional, alcanzar cierta valoración, es mucho más fácil disponer el espacio y los objetos según lo estipulado que intentar encontrar algo que a lo mejor no aparece. Visión escolar del mundo, utilitaria, estandarizada, incapaz de ver y pensar a partir de su propia experiencia, precisamente porque el sujeto piensa en sí mismo antes que nada, por encima de todas las cosas, según lo que cree que los otros esperan de él; la puerilidad, la falta de atención al mundo, el desprecio a su manera de ser, provoca la esterilidad de la mirada. El MODELO previo mide el valor de la imagen, incluso la construye, según la lejanía o la cercanía a sus parámetros de evaluación. En realidad, la inmensa mayoría de las imágenes actuales no son sino copias con ligeras variantes, producidas en serie por millones de foto-trabajadores anónimos o destacados, en busca de un reconocimiento que, en la mayoría de los casos, nunca llegará, y en el resto tendrá un valor nulo. Una IMAGEN no tiene modelo ni puede tenerlo, es inmodelable, poco modélica; la única perfección que alcanza es la imperfección. Como en muchos otros ámbitos, el modelo está matando, sustituyendo a la cosa; la suplantación, la falsificación de la vida, el modelo como realidad de referencia, es el único valor que se promueve, incita y propaga. Es un suicidio productivo. A pesar de todo, el lugar abandonado tampoco tiene modelo, es justo la falta de modelo, aunque sólo pueda verlo aquel que deja a la entrada, en el umbral del abandono, sus pertenencias, la máscara social, esto es, la persona. No es una visión para sujetos de reconocimiento, es una visión impersonal, presubjetiva y, sin embargo, distinta, plenamente singular. Habrá que verlo.
► Caput retis XXV / ► Caput belli XXVII
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XLIV
En principio, adentrarse en un lugar abandonado, preferiblemente sin conocimiento previo, tiene por sentido dejar de ser el que somos, librarse del sujeto, de estar sujeto y, por tanto, acabar con la segunda persona del plural, la pantalla social, la red de generalidades objetivas y subjetivas, el modelado continuo e inadvertido de identidades, coágulo de imágenes y pensamientos, clausura vital. El visitante del abandono, desde el momento que entra, ya no puede decir YO ni hablar, ver ni pensar en nombre del NOSOTROS. No representa nada ni es representante de nadie. Desde esta perspectiva, la protoexploración, la exploración primordial y metafísica, es un acto de libertad, un acto libre dentro de ciertos límites; un ejercicio de exposición, y una experiencia (de lo) singular. Es un acto libre porque no está regulado ni sujeto a control, no hay rutas preasignadas ni paradas obligadas, el visitante es libre de ver lo que quiera, según la libertad que le ofrece el propio lugar. El operador de exploración no necesita el permiso ni el beneplácito de ninguna instancia, persona física o jurídica. VE allá donde llegan sus ojos. Es una exposición porque el individuo se expone, queda expuesto al mundo sin ninguna protección, sin la seguridad y la vigilancia de la red social. Está solo, no puede pedir ayuda ni confiar en recibirla, abandonado a su suerte en el abandono. Corre el peligro y los placeres prohibidos de la soledad. Y es una experiencia singular, de la singularidad, porque se enfrenta a lo desconocido, a un espacio animado, cambiante, con mil caras, que le espera a cada paso, a cada recodo del pasillo, en cada puerta. Estos tres gradientes que miden la intensidad de la exploración son fáciles de desvirtuar, de anular, de tal modo que conviertan la actividad en un sucedáneo, un ersatz, un hacer que se hace algo sin hacerlo en realidad, una pantomima, registrada en imágenes, una etiqueta vacía de contenido. Las visitas con permiso es evidente que anulan, son el bloqueo in situ e instantáneo del acto libre y la exposición. El individuo acepta la tutela de un elemento ajeno, tal cual un museo, respetando cordones de seguridad y barreras de protección imaginarias, sigue las señales y las indicaciones pertinentes como el más obediente de los turistas. Todo está listo y preparado, incluso limpio. No ha de preocuparse por nada; la visita se desarrolla con tranquilidad. Está seguro. Es una caja de experiencia prefabricada. En lugar de asistir a la PRESENTACIÓN de un lugar asistimos a su REPRESENTACIÓN, alguien se ha esmerado en el cuidado, la disposición, orden y apariencia de las cosas. La pérdida de la libertad de visión corre pareja a la pérdida de libertad de presentación del lugar. El sujeto y el objeto han caído prisioneros de la misma trampa. Un prisionero nunca podrá abandonarse, nunca estará abandonado, siempre estará vigilado, encerrado, limitado por otro, por la voluntad de otro. Otro bloqueo es el grupo, que afecta por igual a la exposición como a la singularidad. Desde el instante que la soledad se pierde, el lugar podrá ser muchas cosas, pero a bien seguro no estará abandonado, será todo lo contrario, un lugar poblado, un lugar humano, con todas las miserias habituales, por circunstancial que sea la población. De forma automática, el sujeto hará lo mismo que haría en otra parte, sin importar el lugar en el que esté, se despertará en su interior el instinto gregario, el afán de reconocimiento por el colectivo. Intentará caer bien, ser aceptado, actuará en vez de existir. Añadirá a la representación del lugar su propia representación, su teatro interior de sombras y tinieblas, neurosis en curso. En sociedad siempre es así; en un lugar abandonado, en medio de las ruinas de la civilización, es en especial ridículo. Precisamente porque ser libre es estar expuesto, exponerse, estar expuesto a todo, sin otra protección que uno mismo, indefenso, el grupo y el permiso suministran una protección adicional, una seguridad, al precio de anular la libertad y provocar el embotamiento, la anulación de la percepción, en el mejor de los casos, la igualación de la experiencia según patrones e ideas compartidas. El colectivo paraliza, nivela y marca límites en la VISIÓN, y en repetidas ocasiones cuesta observar alguna diferencia entre las diferentes visiones. Miramos las imágenes. El tratamiento del tema, los centros de interés, encuadres, enfoque, composición, incluso el procesado, son semejantes, iguales hasta el punto de ser casi idénticos. Imágenes idénticas de los mismos sitios. No es una parodia. Podría serlo perfectamente. Cuesta creer que estemos hablando de lugares abandonados, la cuna de la singularidad. Es el efecto perverso del grupo. La indefensión, el miedo, la soledad, llevan al individuo, también y de forma más llamativa en un abandono, a reivindicarse como un YO reconocido por un NOSOTROS. Si tenemos en cuenta que entrar en un lugar abandonado pretende todo lo contrario, tendremos una medida muy precisa del nivel de despropósito y ceguera de la denominada exploración. El máximo de esta tendencia, el nivel imposible de superar, la desvirtuación completa, se alcanza cuando se crea un nuevo colectivo, una familiaridad donde reconocerse y ser lo mismo: urbex.
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XLIII
La imagen de Cenicienta, lugar alucinatorio, rebobina hacia atrás. Unos instantes hacia el pasado. Vuelve a mirar el libro colgante, deshilachado en los bordes. No toca nada. Sólo mira. El éxtasis no tiene por qué ser complicado. Y mira según cómo quiere ser visto el lugar, lo que es posible ver, según se muestra, a partir de sus veladuras y presencias, la manera peculiar de exhibirse y ocultarse a cada momento. El lugar abandonado tiene sus deseos, presenta inclinaciones, decide cómo y hasta dónde quiere mostrarse, como si se tratara de una proyección de una película que tiene como condición a priori una serie de decisiones sobre el material a escoger, las escenas suprimidas o elegidas, las elipsis, la duración del metraje. Es la PRESENTACIÓN. Debe respetarla. Tocar de forma grosera, manosear o rebuscar delata a los seres ávidos y vulgares. El lugar abandonado es un agente pasivo revelador, funciona como una prueba que manifiesta la verdadera naturaleza de los sujetos y sus deseos más ocultos. El afán de posesión, la idea fija de la propiedad, el síndrome vis¡ble del propietario, es lo primero que sale a la luz. Hay costumbres que no se olvidan fácilmente. Basta con ver ciertas miradas, observar determinados comportamientos. Incluso en un lugar abandonado, el sujeto busca el provecho en las ruinas, se comporta con la avidez acostumbrada, no puede evitar contemplar los despojos y desechos de otros como una manera de aumentar sus posesiones imaginarias, ya sean de prestigio personal, económicas o fetichistas. No son animales hambrientos que hurgan en un montón de basura, entre los chillidos de las gaviotas, pero se comportan igual sin motivo. El MUNDO como mucho pide ser acariciado con la mirada y el tacto, apenas rozado, quizá escuchado con atención, nunca tocado bruscamente ni manipulado sin contemplaciones. La delicadeza es necesaria en todo. El maltrato también existe en el reino de los objetos. Las cosas son (en) el mismo mundo que somos nosotros. No hay otro mundo. Maltratar una cosa, no tratarla con la atención que se merece, es maltratarse a sí mismo. La forma de tratar a los objetos y seres, el trato con el mundo, es un reflejo, una imagen del trato que uno se da a sí mismo, también cómo se desprecia, el odio que acumula. Tanto odia el mundo como se odia a sí mismo. Puede verse. Lo comprueba a diario. Este rechazo pasa por alto, desatiende la señal primigenia: algo que mira desde la cosa coincide con la mirada de alguien sobre ella. La visión es un cruce de miradas, una encrucijada, manifiesta un punto de encuentro, un mutuo reconocimiento, una muestra de entrega y aprecio. Es imposible mirar aquello que se odia, también lo que se anhela poseer. Hay un DESEO del lugar abandonado que hay que respetar, una forma de ser y de estar, de mostrarse, de darse a conocer. Es ASÍ, y no de otra manera. Mira de nuevo el libro colgando. Está ahí tal cual quedó, abierto por una página al azar, destripado, en una posición cualquiera. Amarillea con el paso del tiempo. Se exhibe tal cual sin más, sin motivo aparente, no ha sido pensado para SER VISTO, permanece inmóvil ajeno a toda planificación o predeterminación, irreductible a todo modelo. Nada ni nadie podía prever esta imagen real antes de verla. Dios el que menos, el hombre como supuesta imagen de Dios tampoco. Habría que ser poco perspicaz, acumular dosis notables de vanidad y soberbia, para creerse capaz de hacer las cosas mejor que el mundo, considerar que una idea previa de cómo han de ser las cosas superará a los innumerables factores al azar que se expresan en una imagen cualquiera, por miserable que sea. Dios es un error en todas partes, más todavía en un abandono. La única naturaleza que distingue al lugar abandonado respecto a los lugares habitados, siempre supervisados, bajo el control de una directriz humana que tiende a un fin, es el ASÍ, ser así, la contingencia radical de una lugar que se presenta, tiene a bien exhibirse de una manera cualquiera, más allá o más acá de todo cálculo, que muestra su verdadero carácter, el potencial oculto, la potencia de ser, hasta dónde puede llegar a ser por sus propios medios. La VISIÓN que capta esta esencia gratuita, no premeditada e involuntaria del lugar abandonado puede considerarse afortunada, canta la gloria de un mundo irrevocable, penetra en el corazón de las cosas. Es la ley del abandono, su carta natal. La desafortunada intervención humana puede revertir el proceso. Un lugar que deje de regirse por esta ley no escrita, que ya no sea de cualquier manera porque el sujeto impone de nuevo su dominio, SU manera de hacer las cosas, deja de estar abandonado, se convierte en otra cosa, vuelve a entrar en el círculo humano, es objeto de proyectos, ídolos y fetiches. La reintegración destruye el encanto, borra la diferencia. El abandono como circo de tinieblas, experimento de laboratorio o estudio fotográfico donde jugar a ser dioses de cartón piedra, de rápida ignición y combustión. Este hecho pone de relieve la fragilidad de los lugares abandonados, que se esfuman en el aire, volutas de humo fugitivas, se funden en la mano poco cuidadosa, debido al calor, como los copos de nieve. Son frágiles; todos pueden verlos pero no todos los ven. Sólo puede verlos quien no busque verlos, quien no quiera atraparlos, utilizarlos ni sojuzgarlos. Exigen una mirada lateral, mirar de soslayo, al otro lado. Siempre están en el otro lado, justo donde no miramos. Liberar la mente de toda idea preconcebida. Los constructos mentales que son el origen de las edificaciones reales se derrumban con ellas, a la ruina material le sigue la ruina del modelo. En realidad, nada puede verse ni esperarse según la experiencia previa. No hay ni un solo modelo aplicable en un abandono, porque no hay nada modélico en lo contingente. Las categorías de lo general son inaplicables. El hombre como ser genérico, hecho de generalizaciones y supuestos, desaparece, abandona la escena. En un lugar abandonado, las cosas se presentan por sí mismas, sin mediaciones ni intermediarios. La COSA salvaje en estado puro levanta una mirada iluminadora, como el polvo se levanta del suelo, liberada de los planes y proyectos humanos, ya no está sometida a la utilidad ni existe de acuerdo a una función. No es siervo ni acata ninguna servidumbre. No sirve para nada ni para nadie. Es tal cual es en lugar de ser cómo debería ser, no reconoce el derecho a ninguna instancia a determinar el curso de su vida. Una cosa libre, una cosa cualquiera, hace LIBRE al sujeto que la contempla, le muestra el camino a seguir, la salida del túnel que él mismo ha construido. El mundo entero representa la lección. Es para nada; no es de nadie. Puede verlo. Está aquí; son así, tal cual son, así de singulares. Un mundo abandonado es un mundo liberado a sus propios deseos. Es lo que quiere ser.
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XLII
Un lugar abandonado es y no es un LUGAR, porque desde el momento que sufre el abandono ya no es lo que era, queda aparte, apartado, desconectado del curso de la historia, entra en una nueva esfera, en otro mundo; como si hubiera sido borrado del mapa, cambia de naturaleza. Cenicienta es y no es el NOMBRE de un lugar, a la vez un cuento y un espacio físico, se mueve entre el sueño y la realidad, la alusión y la certeza, en un escenario cubierto de polvo y cenizas. Ahora está dentro. Permanece en cuclillas en la alcoba, al lado de la cama, bajo el dosel rojo. Podría pasar años captando imágenes para hacer justicia a una habitación de pocos metros cuadrados. Contempla en silencio, inmóvil, el cuadro de la epifanía de los Reyes Magos, un poco ladeada, que reposa en una silla tapizada de amarillo; deja pasar el tiempo, no hay prisa. Estar a la altura de la singularidad de este lugar, aparte de una forma extrema de atención, de deferencia ante lo que nos supera, era una manera de aproximarse a su infinita gama de detalles. Se conformaría con que los estados de su alma se acercasen en una milésima parte al baño de sensaciones que recibía. Una imagen debe hacernos mejores, es aquello que mejora el alma, afina la percepción y el pensamiento, amplía los horizontes del conocer, suscita sentimientos que no sabíamos que existían. El que sale después de la visión debe ser mejor que el que entra. Decide salir. Camina despacio en dirección a la biblioteca de Cenicienta. En realidad no es una biblioteca. Se trata de un banco de madera rectangular, con el respaldo hecho de tableros macizos; los apoyaderos de los brazos tienen el borde lobulado y la parte frontal del asiento adopta una forma abierta de corazón, hoja aplastada. Las dimensiones son considerables. Más de tres metros cuadrados de madera, porque el respaldo es muy alto, más allá de donde se situaría la cabeza del ocupante ausente. Encima del asiento, hacia el fondo, cuatro hileras desordenadas de libros, revistas y ficheros; la hilera de la izquierda cae hacia un lado, mientras que el resto mantiene su verticalidad. Un póster enrollado corona la estructura de este amontonamiento; ha quedado atrapado por el peso de la pila superior de libros. El extraño no se mueve. Está sentado en el suelo. AD-11. Es el nombre que figura en el dorso de un fichero; entre dos bandas rojas también puede leer: NORMAS. PLANOS. MÉTODOS. Mira a la derecha del banco, hacia abajo, se fija en un Cristo hecho de recortes; reposa sobre tres cajas de cartón. Deja la descripción para otra vez. Frente a las columnas de libros en equilibrio inestable, las tripas de un libro deshilachado cuelgan del asiento. No cae al suelo; está sujeto por el peso de dos libros sin cubierta que tiene encima. Una pequeña nube de telarañas parte del libro de la parte superior, el más grueso, hacia los montones que tapizan el respaldo. El título del libro colgante. ALEJANDRO MAGNO. A continuación lee la primera página, la única que puede leerse sin tocar nada. Todo un período de la vida del pueblo griego lleva su nombre -época alejandrina- y las más bella ciudad del Mediterráneo oriental se denomina Alejandría, perpetuando su recuerdo. Sigue otro párrafo. Cuando pasen los siglos y la Humanidad quiera fabricarse un arquetipo del hombre perfecto, el ejemplo de un varón que sea a la vez culto y esforzado, el primero en las armas y en las letras, el nombre de Alejandro el Magno acude a todas las mentes porque reunía en sí las Armas y las Letras, la cultura que le dio Aristóteles y el coraje que aprendió de Filipo. No hay más texto. Cierra los ojos para descansar la vista. A sus pies, un libro abierto polvoriento. GOGO EL PINGÜINO. Por hoy es suficiente. No sabemos lo que ve. Se levanta despacio y sale hacia el corredor colindante. Verá lo que el lugar tenga que ofrecer. Nada más. La descripción se detiene.
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XLI
Los accidentes, las guerras y los muertos constituyen la parte fundamental de las noticias, se consideran acontecimientos relevantes, algo digno de ver; no se trata de una visión pesimista del mundo ni de una pasión morbosa, al contrario, expresa un optimismo desesperado, una chispa de esperanza antes del apocalipsis. Como nadie cree en su propia vida ni mucho menos que pueda morir, se asiste a la vez incrédulo y esperanzado a la muerte de los otros, a una muerte que parece posible otra vez. Mirar cómo mueren, la imagen del sufrimiento, sustituye a una vida inexistente, moribunda, vale por toda una vida, representa una visión reconfortante. El Gran Bosque se lo tragó. Los reporteros acuden al lugar de los hechos dispuestos a dar cuenta del milagro: alguien ha vivido; alguien ha muerto. Todavía hay esperanza para los que no viven. Las vigas del restaurante abandonado cedieron cuando el chatarrero intentaba arrancarlas. Murió bajo los escombros, tal como se muere bajo las bombas que derriban edificios como si fueran de papel. Cerca del restaurante, una furgoneta destartalada; en la parte de atrás, una bombona de butano, algunos hierros, chatarra y poco más. Es el epitafio de su vida, su testamento y su herencia. También la de todos nosotros. El perímetro está rodeado por una cinta policial. Aprovechando el suceso, se emite una entrevista con otros chatarreros en plena faena. Enseñan a la cámara las heridas de guerra, las cicatrices de la batalla con el metal y los cascotes. Conocen el abandono en su propia carne. Mucho mejor que una fotografía.
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XL
Dado cómo empezó todo, el punto de inicio, no ha habido ninguna sorpresa. Algunos lugares singulares han sido, y seguirán siendo, aniquilados espiritual y materialmente, en medio de grandes celebraciones, palabras solemnes y miradas turbias. Era previsible. En el origen estaba el germen de la destrucción, el huevo de la serpiente. Cabe decir que al menos ha funcionado como maniobra de distracción, un movimiento estratégico, cebo, carnaza para ganar tiempo y poner a salvo otros lugares. El tiempo es vital. Muchos llevan nombres femeninos, como la mayoría de huracanes, un cuento hecho realidad: Blancanieves, Cenicienta o La bella durmiente. Y esperan su momento. La infancia existe, es el hecho básico de la existencia. La fantasía y la realidad coinciden. Las oleadas de destrucción tienen diferentes grados. La última plaga que asola los lugares abandonados son las visitas con permiso o previo pago, turismo fotográfico de quien no quiere ensuciarse las manos, se cree demasiado bueno para ponerse a la altura del abandono, teme perder su posición ilusoria y su integridad. Compra lo que quiere ver y la seguridad de poder verlo. ÉL o ELLA no es así, de ningún modo. La condena por esta soberbia es en apariencia leve, pero decisiva: la ceguera; no VE nada desde allá arriba. El turista prefiere mirar la pantalla del móvil antes que los cuadros. Sólo quien está abandonado, se abandona sin dudarlo un momento, puede y debe experimentar (el) abandono. El único y verdadero explorador, si esta palabra tiene algún sentido, la única CONTEMPLACIÓN posible, es el inmigrante que acaba de llegar a una playa desconocida, exhausto, completamente desorientado, sentado en la arena y mirando al horizonte. Lo ve todo porque no tiene nada. ES y VE en la más alta expresión de la palabra. Nada que no alcance esta intensidad existencial merece la pena. Como nota positiva está el hecho de que estamos hablando de lugares, y no de animales o personas; estremece sólo de pensar los efectos de esta nube negra, humanidad embrutecida, que va de de un lugar a otro, sobre los seres vivos. Sería la caza o la guerra sin cuartel. Sangre en lugar de escombros. Incluso ahora, en más de un punto del planeta, es sangre con escombros, rojo sobre gris. Todavía no hemos llegado a esta fase. Es una suerte.
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XXXIX
La situación económica, el cierre y el desmantelamiento parcial o total de empresas, la reestructuración laboral, está creando una especie de paradojas vivientes, de fenómenos extraños en la ciudad a experimentar; el uso y el desuso, lo habitado y lo deshabitado, la actividad y la inactividad, conviven al mismo tiempo y en un mismo lugar, uno al lado del otro. Otra consecuencia de orden práctico es que la reducción de personal, por un lado, confiere a los lugares un aire fantasmagórico, a pesar de estar en funcionamiento, y, por otra, que los puestos de trabajo asignados tradicionalmente a labores de portería, conserjería, se suprimen por superfluos y las vías de entrada quedan libres. Puertas que deberían estar cerradas, están abiertas. Un simple trayecto en ascensor de las plantas superiores a las inferiores puede transformarse en un verdadero viaje a lo desconocido y lo inesperado. En la tercera y segunda planta del edificio reina la normalidad, mobiliario de diseño, moqueta; algunas personas. Todo en orden. Bajamos. Las puertas del ascensor se abren en el primer piso. Cambio radical de escenario, como si estuviéramos en otra parte, en otro mundo. Planta desolada, sin tabiques, cables arrancados; ni un solo mueble ni nada del más mínimo valor, paredes desconchadas. Sólo queda un extintor bajo una luz dorada que baña el vacío. La excepción un piso más abajo de la regla; la disfunción contigua a la función, la anormalidad a la normalidad. Es un verdadero choque sensorial, una conmoción en el pensamiento que resalta LA diferencia entre los dos espacios. Lo improbable es lo real. Volvemos al ascensor. Salimos a la planta baja. Otro tipo de escenario. Todo lo que se denominaría las existencias de la empresa han desaparecido, no queda ni un solo producto; estanterías vacías, incluso marcas de haber desenclavado estantes. Lo único que queda son los utensilios, la maquinaria, el mobiliario diverso, carretillas, cizallas, prensas antiguas, sillas, focos, extintores, algún libro, pero sin nadie que las utilice y sin desempeñar ninguna función. Todo inútil, inutilizado. Ha quedado fuera de la historia, privado de sentido, detenido en el tiempo. En una cartulina apoyada en un radiador puede leerse: "NO !!!". Es la última señal de actividad humana. El objeto liberado del hombre ocupa su lugar. Afuera empieza a atardecer.
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XXXVIII
El hecho de que exista la actividad de ir a sitios donde nadie quiere entrar, ni mucho menos vivir, es, en principio, una buena noticia, una experiencia prometedora. Si tenemos en cuenta la situación económica actual, la precariedad generalizada, las bolsas crecientes de pobreza, y, sobre todo, que hay personas que viven ahí, en un lugar en ruinas, y así, y que darían su vida por estar en otra parte, en cualquier parte menos ahí, la valoración cambia de signo. La exploración de un lugar abandonado no puede darse desde la actitud de un sujeto que se cree por encima, mira con aires de superioridad el espacio que recorre, actitud distante del que MIRA sin VIVIR; en el fondo, cree que a él nunca le pasará algo así, que no será abandonado, que no vivirá (en) el abandono. No soy como tú es la firme seguridad que le acompaña, tanto si se refiere a otra persona como al lugar. Es la posición del que se cree a salvo y sólo mira por sus intereses, considera la piedad una debilidad. El abandono pide algo, exige una experiencia sin barreras sociales, que se viva esta inhabitabilidad, vida imposible e insalubre, a fondo y se guarde, como un preciado tesoro, al volver al mundo habitable; de lo contrario, la exploración se convierte en un acto frívolo, obsceno, más en tiempos de carestía, en un espectáculo de la pobreza y la miseria para los que (todavía) no son míseros ni pobres, ni quieren serlo. Hablar de lugares abandonados según para quién y según qué país resultaría una burla, cuanto todo está ahí, incluidas las personas, abandonadas por completo, libradas a la supervivencia y la muerte. La belleza de la decadencia sólo existe para aquellos que llevan una vida confortable. El lugar abandonado es un LUJO del primer mundo, un exotismo al lado de casa, bajo control. Todo esto se ha de expiar de algún modo, necesita una expiación, un mínimo tributo a pagar son las magulladuras, arañazos, cortes, baños de polvo y telarañas que la entrada y la exploración de un lugar abandonado ocasiona. Algo del visitante queda en el lugar y algo del espacio se une al extraño. En cierto modo, quedan a la misma altura, al mismo nivel, cara a cara, ser desvalido al lado de un espacio sufriente, marcas del tiempo en el sujeto y el objeto. Un cuerpo con memoria dentro de una espacio con memoria. Cicatriz subjetiva y objetiva. Son lo mismo. Ruina humana, herida por el tiempo, que se desplaza por las ruinas, como un harapo en movimiento. El cuerpo es la ofrenda en un espacio entregado al sacrificio; la sangre es la moneda de curso, el precio a pagar. El resto no vale la pena. Mera diversión que obvia mirar aquello que le molesta, el abandono como un objeto de consumo que se olvida nada más salir. A los niños les gusta ensuciarse, chapotear en los charcos, revolcarse en la tierra, como forma de comunión con el mundo, de intercambio material. Son lo mismo. Igual de reales. La limpieza puede ser un síntoma de enfermedad; la mirada de desprecio, el desdén contenido, es una falta imperdonable en el reino de la pobreza. ► In memoriam M., el guardián de los gatos, que llegó realmente AL FINAL.
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XXXVII
Cae una suave luz dorada sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Sobre el pavimento en tablero de damas, una bañera blanca erguida sobre sus pies marca el inicio de una extraña partida; los tubos del agua arrancados, óxido en el desagüe. Como si fuera la primera jugada de un movimiento largo tiempo estudiado, quizá deseado, se agacha para contemplar la escena de más cerca. Frente a la bañera observa una tarjeta de visita apoyada en la pared. En toda la habitación no hay nada más. Ningún otro mobiliario ni objeto. Lee el nombre que figura en la tarjeta. No puede creerlo. Conoce a esa persona. No llegó a hablar con él, pero sabía quién era y lo veía a menudo. Después dejó de verlo. Sólo sabía una cosa de su posterior vida: Estaba muerto. Se incorporó. Ahora no era más que una pieza sobre el tablero de juego, junto a la tarjeta, la bañera, el muerto y la mansión abandonada. Había tenido que ir hasta ahí para encontrar al hombre perdido en la memoria, para encontrarlo muerto en un lugar olvidado, presencia de una ausencia, fantasma real que habitaba lo deshabitado. Era una tumba. La tarjeta representaba la inscripción en la lápida. Salió despacio de la habitación andando hacia atrás, casi sin respirar; dejó que los muertos, y sus recuerdos, reposaran en el lugar que habían elegido. La partida había terminado en tablas.
► Caput tympani XXVIa
► Caput tympani XXVIa
XXXVI
Un cielo de tela, con un desgarrón en el lado izquierdo, donde las estrellas son pequeñas bombillas azules. Una nube de cartón apoyada en el suelo; un plato giradiscos, ladeado, que no dará vueltas nunca más. No hay duda. Está en el teatro, en el reino de la ilusión. El tiempo se ha apoderado de los despojos, de los harapos de la historia. Es el fin de las representaciones. Finis theatri; finis mundi. El telón rojo está abierto, un poco descompensado; alguien ha movido el contrapeso de los decorados. Arriba en el escenario, una rodilla en el suelo y la otra doblada, la mano sobre la rodilla izquierda, imagina que miles de rostros le contemplan desde la platea. Cuando desciende al patio de butacas, cree sentir que las miradas siguen en silencio sus movimientos; oye murmullos, pisadas detrás suyo. Pasea entre las filas de asientos, la mayoría cubiertos, amortajados con sábanas fantasmales. Los rayos de luz crean capas de colores en el espacio sombrío. A su paso se encuentra una pluma, un hueso y un trozo de pan reseco. Recuerda el falso cielo y la nube sin tormenta. No puede evitar pensar que todo lo que ha visto son señales de un cosmos disperso, el reinado de una falta de relación absoluta, que reúne lo heteróclito y lo inusual, modelo de lo que no tiene nada en común; no son indicios de otro mundo, un más allá celestial, sino de una inmanencia radical, de la pobreza y contingencia inagotables de este mundo otro, paraíso de la diferencia. El fin de la representación es el fin del espectáculo; queda la imagen del mundo como escenario pobre en decorados. No hay entradas. ► Caput exitii XXIV, XXIII Y XXII.
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XXXV
Los coches de bomberos rodeaban el complejo al lado del parking. La policía acordona la zona. Las columnas de agua remojan los restos humeantes del edificio, ahora sin techo. Había ardido toda la noche. No hace mucho tiempo vio las motas de polvo volar entre las filas de estantes vacíos, numerados para una función ya en desuso; recorrió las taquillas de trabajadores que nunca más dejarían sus ropas colgadas; contempló los montones de documentos y fichas de clientes de la empresa eléctrica. El mapa que adornaba un despacho, con cortes verticales en dos o tres sitios, debía hacer quedado reducido a cenizas. Nada quedaba de todo aquello. La casualidad hizo que asistiera en persona al funeral definitivo del abandono. Quizá era una muestra de deferencia; lo estaba esperando para despedirse. Puestos a desaparecer, mejor hacerlo con un gran festejo, iluminando la noche, en medio de las llamas purificadoras. La pira funeraria era una súplica al cielo. Se quedó mirando en silencio.
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XXXIV
Despojar a los muertos de sus ropas y pertenencias siempre se ha considerado un acto miserable, propio de tiempos de guerra o de situaciones de extrema pobreza. No hay que ir tan lejos. La falta de escrúpulos baña los lugares abandonados con una inmoralidad tibia. El jersey rebeca blanco cuelga de una percha delante del armario, a su lado, una camisa a rayas encima de un tablero, exposición impúdica de trofeos de caza, sacados a la fuerza de su lugar, fuera de las miradas, para poder ser retratados a placer. La silla frente a la puerta de colores forma una composición equilibrada, tan correcta, y de manual, como futil e innecesaria. La puesta en escena no tiene reparos a la hora de conseguir sus objetivos. El tocador está casi vacío, limpio de objetos, han desaparecido los potes de crema, la muñeca apoyada en el espejo, los perfumes y la botella de colonia marca "Cocaína"; el único resto de la rapiña a pequeña escala es un muñeco sucio de trapo, que sobresale de una caja de madera, con las palabras "T´estimo". Desde sus respectivos intereses complementarios, los fetichistas y los escenógrafos, en su afán de posesión y control de lo Otro, de mancillar y aplastar la diferencia, manipulan sin ningún pudor las cosas más íntimas de los ausentes o los muertos, nada escapa a su fijación y husmean, hurgan en los desechos como un perro hambriento. Lo grave es que no es por necesidad. Todo ha de ser como quieren que sea, de SU propiedad, y disponer de ello a su antojo, según sus deseos y caprichos. Esta violación de la intimidad rompe la ley no escrita de dejar en paz a los muertos y de no interrumpir el peculiar reposo de las cosas liberadas del hombre. Lo que ha salido del círculo humano porque está abandonado, hay que dejar que siga así, que siga siendo de "nadie", una cosa en estado libre y salvaje, fuera de la cadena humana de lo útil. Como los muertos, no debe volver a reintegrarse ni asimilarse; está perdido, lo Otro debe permanecer como tal, diferente, sin volver a ser lo Mismo. Un abandono es una suerte de sepulcro rebosante de vida. Los profanadores de tumbas, junto con verdugos y matarifes, forman una casta impura desde los albores de los tiempos.
► Ultimate Debris Removal I
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XXXIII
Ir a ninguna parte, a un sitio cualquiera sin especificar, es muy sencillo. Sólo hay que escoger una zona al azar, vagabundear hasta encontrar un área de matorrales y árboles sometidos al asedio implacable de la civilización, isla de vegetación entre el cemento, atravesada por carreteras y autovías, bajo un cielo surcado por líneas de alta y baja tensión, rodeada de campos de cultivo dispersos. Sin pensarlo más, adentrarse en su interior; iniciar el ascenso por el primer camino que salga al paso, a los lados árboles secos derribados; no desfallecer, caminar sobre la tierra polvorienta y las rocas, hasta llegar a la cima de la colina. Panorama desolador sin un alma viviente. Ya estamos en ninguna parte, en lo desconocido, a la vez muy cerca de los núcleos habitados y tan lejos como es posible de los lugares localizados y registrados, un agujero negro en el mapa. Podría ser cualquier sitio; podríamos ser cualquiera. En la nada, sobre guijarros y maleza seca, en un paisaje desprovisto de interés, volvemos a ser nadie, libres de todo. Reposar. Tal vez morir. El cuerpo se apoya en un árbol torcido. Vuela una libélula por encima de los matojos. Mucho mejor que una avioneta. El sol cae durante el descenso. (►Ultimate Debris Region I.)
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XXXII
Atravesó el prado de hierba seca, salpicado por amapolas, y dirigió sus pasos hacia la casa. Todo estaba inmerso en un penetrante olor a manzanilla. Una vez dentro, comprobó que la cuna seguía en su sitio, vacía, listones de madera blanca que no albergaban ningún frágil cuerpo. No se entretuvo más. Bajó por las escaleras de piedra, flanqueadas por paredes azules, hasta el sótano inundado. El suelo estaba lleno de barro. El silencio era casi total, apenas se oía el leve rumor del hilo de agua que atravesaba la estancia. Había llegado. Era lo más parecido a una celda monástica bajo tierra. Nadie. Nada. Respiró un instante y se sentó sobre las escalinatas. Sabía a lo que había venido. De nuevo se quedó mirando, absorto, la nevera blanca hundida en el barro, como si fuera un monolito de origen desconocido, el último ídolo de un mundo condenado a desaparecer. No parpadeó. Los muros de piedra que le rodeaban eran ilusorios. Estaba muy lejos.
XXXI
El explorador cuando parte de misión sin designio, carente de objetivos, fuera de todo proyecto, siempre alberga en su interior una secreta esperanza junto a un deseo oscuro. La esperanza de encontrar algo otro, completamente diferente, que nadie haya visto, presa del olvido, que transforme su vida de forma radical, transmutación por la mirada. Y el deseo irreprimible de no volver, se prohíbe mirar atrás, confía en el fondo que no regresará. La muerte es el único acontecimiento que da cumplida fe de las dos demandas. El otro lado espera con anhelo su llegada.
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XXX
No tenía dinero ni para comprar un cándado. Un alambre retorcido era lo único que servía de protección al refugio insalubre que había encontrado para vivir, una torre húmeda y expuesta a las inclemencias. Más de una vez había notado las cosas cambiadas de sitio, algunas faltaban. Pensó que incluso a los miserables les quitaban lo poco que tenían. La foto no. Así era antes, una persona, hace mucho tiempo. La lleva siempre encima. En ocasiones, detrás de las cortinas contemplaba atónito como grupos de personas paseaban entre las ruinas, creía ver cómo tomaban fotografías. Parecían alegres. Alguna vez lo habían visto y señalaban con el dedo hacia el edificio. Tenía miedo. No entendía qué hacían allí ni qué buscaban. No eran los peores. Como la noche en que apedrearon las ventanas de su mísero hogar. Prefería no recordarlo. Los visitantes tenían la suerte de irse tan rápido como llegaban. Contemplaban el incendio desde lejos, sin quemarse, lejos de las llamas. Nunca vivirían allí. No sabían lo que era vivir así. Aunque pudiera, a él, el miserable, al apestado, al excluido, se le quitaban las ganas de volver a un mundo donde esto era posible. El infierno tarde o temprano nos alcanza a todos.
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XXIX
En la medida que visita lugares abandonados, el rhopógrafo, como explorador de lo insignificante y lo extraño, está cada vez más solo y existe menos, alcanza un estado infinitesimal de conciencia, se acerca al umbral de su propia desaparición. A pesar de esta inmersión en las fuentes primigenias de la soledad, no deja de estar cada vez más acompañado, es el centro de una reunión, una convocatoria creciente, porque se impregna de una multitud de presencias invisibles, rastros inmateriales del espacio. Su inexistencia se carga de una fuerza de potencial elevado; la soledad se transforma en una compañía múltiple. Es un fantasma entre los fantasmas. Vive rodeado de extraños.
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XXVIII
Siempre hacía lo mismo. Antes de entrar a cualquier recinto abandonado, se detenía por unos instantes, respiraba y saludaba en silencio. No obtenía ninguna respuesta. Se lo tomaba como una falta de objeciones serias, una invitación para cruzar el umbral. Pasado el tiempo, al salir, volvía a saludar a la nada circundante. Era un enigma en una escena poblada de fantasmas. Nadie sabía si el saludo iba dirigido al lugar vacío o si se trataba de una nueva versión del amigo invisible, a modo de ritual que rememoraba las noches oscuras de la infancia. Una cosa era segura: la aparente esterilidad del acto manifestaba una muestra de agradecimiento y un gesto de complicidad. El visitante y el lugar estaban dominados por las mismas constantes. La despedida era en realidad el sello de una relación imperecedera.
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XXVII
La exploración rhopográfica es una acción paradójica que tiene por fin la contemplación, el acto cuya finalidad es la inacción, el movimiento paroxístico que tiende al reposo. Como descripción sobre el terreno es un hacer, un ver y un hacer ver, desplazamiento que registra sus propios movimientos a medida que los efectúa. Acto a destiempo, fuera del tiempo, acto final que se desarrolla en un espacio vasto y desolado, regido por un tiempo puro, aislado y solitario. Explorar es ser en la única forma posible del (no)ser, intención vacía que se suma a la ausencia, el espacio ausente de sí mismo, abandonado, extraño para sí y los otros. Las esferas transparentes del actor y el escenario se comunican en el vacío.
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XXVI
Las cosas insignificantes, residuales, liminales de este mundo no deben ser significadas ni manipuladas en su propio espacio; en esencia son inapropiables y no pueden ser objeto de posesión ni apropiación. Privado y público, propio y ajeno son categorías que no se aplican a lo insignificante. El castigo por la apropiación es la pérdida de la insignificancia y el nacimiento funesto de la propiedad. La mirada no debe querer que el mundo sea a su imagen y semejanza; en realidad, no debe querer nada, debe dejar que el mundo sea como quiere ser, esto es, de cualquier manera. La modificación del escenario, la puesta en escena, es una traición a lo visible, el paso decidido que cruza el umbral de la inocencia. La misión del ojo no es controlar, ejercer un dominio práctico sobre las cosas, sino ver y dejar ver lo que no puede controlar, lo incontrolable, imagen que escapa al propio aparato óptico. El reino de la infancia en la tierra es esta visión liberada, sin propiedades, de cosas y seres libres.
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XXV
Si se valora la situación desde la perspectiva de la experiencia concreta, con independencia de la normativa jurídica aplicable, pertenece a la naturaleza del lugar abandonado no pertenecer a nadie. El estado de abandono, como categoría política límite, significa un estado de excepción continuado, una suspensión de la propiedad, la legalidad y la moralidad colectivas; un vacío legal y moral, tierra de nadie encerrada entre paredes, ya que en su interior nada de lo que rige en el exterior tiene validez, donde el individuo singular está solo frente a sus actos y decisiones, no tiene instancia ni sujeto posible al que recurrir. Es tal como es sin nada ni nadie que le sirva de coartada. La condición objetiva de no-pertenencia del espacio se corresponde con la situación subjetiva de no-inclusión del singular. Como todo lugar abandonado es inhabitable y deshabitado por esencia, las (in)habitaciones de los sujetos que lo recorren y, sobre todo, de los que buscan refugio temporal, aparecen como un conjunto aparte del propio conjunto que forma el espacio, sin llegar jamás a incluirse, siempre a distancia, al lado sin reducirse uno al otro. Los habitantes del estado de abandono, los singulares que buscan cobijo, un techo para su vida marginal, sólo pueden tener el estatuto de refugiados, desterrados, expatriados, los sin techo, vagabundos, familias sin recursos, adictos o inmigrantes acorralados. Antes bien que motivo de molestia, o lo que es peor, de desprecio, habría que reconocer que soportan una existencia que no podemos ni imaginar, emponzoñada por el sufrimiento, y que se mantendrá siempre tan desconocida como el propio lugar. Rendir tributo al espacio es rendir tributo a los que buscan refugio en él, última esperanza de los que carecen de todo.
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XXIV
Recorrer un lugar abandonado, desierto, habitar momentáneamente lo deshabitado e inhabitable, siempre tiene un efecto revitalizador, es un estímulo, eleva los niveles de intensidad anímica de un modo similar al contacto con los animales o la naturaleza. La constelacion y el enigma que trazan estas experiencias diversas apunta una solución paradójica al problema. Las fuerzas de la tierra sólo pueden despertar cuando se produce el declive de lo humano; la ruina de la humanidad vivifica al hombre, el fin de la historia es un principio vital. Los límites que no somos son necesarios para ser, descarga eléctrica que sacude la mente y el cuerpo.
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XXIII
El altar y los bancos de la capilla estaban cubiertos de una fina capa de polvo blanco. No era nieve. El techo dorado se mantenía en buenas condiciones. Los pedestales estaban vacíos, uno azul en el centro y dos rojos a los lados. Sin figuras ni iconos; nada santo ni que aludiera a lo divino. Sólo tiempo y color. La vaciedad era la única liturgia. Pensó que así debería ser siempre. Ahora caminaba de noche por la ciudad, entre regueros de rostros anónimos, alumbrados por luces de colores; cada uno se había convertido en su propio dios y había alzado su propio pedestal. La música pretendía ser alegre; en realidad sonaba a funeral. Hasta que los tronos y los pedestales no vuelvan a quedar vacíos, el reino de los cielos no se hará en una tierra resplandeciente. Dios no debería haber existido nunca.
XXII
Entró en la sala hasta llegar al centro. Permaneció tan inmóvil como las paredes desconchadas que le rodeaban. Después de inspirar y expirar el aire varias veces, cerró los ojos, levantó los brazos en cruz y elevó la cabeza al cielo. El eje de la tierra estaba sobre su cráneo; la vertical sobre la horizontal. Era imposible saber si el cuerpo giraba en el espacio o la bóveda del universo alrededor de su figura, cada vez más rápido, hasta que sintió el aleteo del frío y el vacío entre sus dedos; entonces su imagen desapareció como si nunca hubiera existido, se desvaneció como aspirada por los muros. Iba a entrar para comprobarlo otra vez.
XXI
Visitar lugares abandonados, desposeídos de todo valor, en compañía, pone de manifiesto un vínculo paradójico, fuera de los ejes omnipresentes de la familia y el trabajo, que tiene por único fundamento la soledad compartida, modelo de una societas vidente y dispersa. Una humanidad solitaria y contemplativa no se dedicaría a la producción y la acumulación de riqueza, para elevar un supuesto nivel de vida, sino a la elevación de la propia vida a un estado de videncia continuo, a una pobreza pródiga y abundante en visiones.
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